"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Memoria de elefante - Antonio Lobo Antunes - Libro en español

ANTONIO LOBO ANTUNES Memoria de elefante Traducción de Mario Merlino Título original: Memoria de elefante © 1979,1983, Antonio Lobo Antunes y Publicaçoes Dom Quixote. Lda. © 2005 Grupo Editorial Random House Mondadori, S. L., Barcelona Primera edición: septiembre de 2005 ISBN: 84-397-1252-9 Depósito legal: B. 32.026-2005 El Hospital donde trabajaba 3 ¿Cuándo fue que me jodí? 10 Al bajar las escaleras hacia el Banco 15 Se diría que en Urgencias 20 Cuando entró en el restaurante 28 Las nubes que formaban como un gorro 35 Fuera, las calles seguían 43 Oculto por el arca frigorífica 48 El médico aparcó el coche 53 Como de costumbre voy a llegar 59 Solo en la noche de la rua Augusto Gil 67 Todas las noches, aproximadamente 72 En el extremo de una especie de parque 75 —¿Tú estás realmente seguro de que es médico? 81 Son las cinco de la mañana 85 A Zézinha y a Joana ... as large is life and twice as natural. L CARROLL, Through the Looking Glass Siempre hay un tipo para pirarse, por eso aguántense, hay bronca Sentencia de Dedé al fugarse de la prisión EL HOSPITAL DONDE TRABAJABA era el mismo al que muchas veces, durante su infancia, había acompañado a su padre: antiguo convento con reloj de junta de distrito en la fachada, patio con plátanos oxidados, pacientes con uniforme vagabundeando al azar atontados por los calmantes, la sonrisa gorda del portero frunciendo los labios hacia arriba como si fuese a volar: de vez en cuando, metamorfoseado en cobrador, aquel Júpiter de caras sucesivas se le aparecía en la esquina de la enfermería con carpeta de plástico bajo el brazo extendiéndole un papelucho imperativo y suplicante: —La cuota de la Sociedad, doctor. Me cago en los psiquiatras organizados en cuartel de policía, pensaba siempre al buscar los cien escudos en el barullo de la billetera, me cago en el Gran Oriente de la Psiquiatría, de los clasificadores pomposos del sufrimiento, de los pirados de la única sórdida forma de locura que consiste en vigilar y perseguir la libertad de la demencia ajena defendidos por el Código Penal de los tratados, me cago en el Arte de la Catalogación de la Angustia, me cago en mí, remataba él guardando el rectángulo impreso, que colaboro con todo eso pagando, en lugar de repartir bombas por los cubos de las vendas y por los cajones de los escritorios de los médicos para hacer estallar, en un hongo atómico triunfante, ciento veinticinco años de idiocia tiranizada. La mirada intensamente azul del portero-cobrador, que asistía sin entender a una bajamar de revuelta que lo trascendía, lo envolvía en un halo de ángel medieval apaciguador: uno de los proyectos secretos del médico consistía en saltar a pie juntillas dentro de los cuadros de Cimabue y disolverse en los ocres desvaídos de una época aún no mancillada por las mesas de fórmica y por las estampas de la Santita: emprender vuelos rasantes de perdiz, disfrazado de serafín luciente, por las rodillas de vírgenes extrañamente idénticas a las mujeres de Delvaux, maniquíes de asombro desnudo en estaciones que nadie habita. Un resto agonizante de furia salió girando por el desagüe de su boca: -Señor Morgado, por la salud de sus huevos y la de los míos, no me joda más con la mierda de las cuotas durante un año, y dígales a la Sociedad de Neurología y Psiquiatría y demás amanuenses del cerebelo afines que se metan mi dinero bien enrolladito y lubricado en el sitio que ya saben, muchas gracias, he dicho y que así sea. El portero-cobrador lo escuchaba respetuosamente (este tío debe de haber sido en la mili el chivato favorito del sargento, descubrió el médico), reinventando las leyes de Mendel a la medida de su intelecto de dos habitaciones con derecho a cocina: —Se nota enseguida que el señor doctor es hijo del señor doctor: en una ocasión, su padre de usted sacó al inspector del laboratorio por las orejas. Con el acimut dirigido hacia el libro de fichar y un seno de Delvaux esfumándose en un ángulo de la mente, el psiquiatra se dio cuenta de pronto de la admiración que habían despertado aquí y allá, en la nostalgia de ciertas barrigas canosas, las proezas bélicas de su progenitor. Chiquillos, los llamaba su padre. Cuando veinte años atrás su hermano y él se iniciaron en el hockey del Fútbol Benfica, el entrenador, que había compartido con su padre Aljubarrotas áureas de cachetadas en la nuca, se quitó el silbato de la boca para advertirles con gravedad: —Espero que salgan a Joao, que cuando tocaba a Santos era una fiera con los puños. En el treinta y cinco, en el cuadrilátero de la Gomes Pereira, fueron tres de la Academia de Amadora para Sao José. Y añadió bajito con la dulzura de un recuerdo grato: —Fractura de cráneo. —Con el tono de voz en el que se revelan secretos íntimos de pasión adolescente, conservada en el cajón de la memoria que se dedica a las inutilidades de pacotilla que dan sentido a un pasado. —Pertenezco irremediablemente a la clase de los mansos refugiados tras el cercado —reflexionó él al firmar su nombre en el libro que le extendía el bedel, viejo calvo habitado por la extraña pasión de la apicultura, escafandrista de red encallado en un arrecife de insectos—, a la clase de los mansos perdidos refugiados tras el cercado soñando con el toril del útero de su madre, único espacio posible donde aplacar las taquicardias de la angustia. Y se sintió como expulsado y lejos de una casa cuya dirección había olvidado, porque conversar con la sordera de la madre se le antojaba más inútil que llamar a la puerta cerrada de una habitación vacía, a pesar de los esfuerzos del audífono a través del cual ella mantenía con el mundo exterior un contacto distorsionado y confuso hecho de ecos de gritos y de enormes gestos explicativos de payaso pobre. Para entrar en comunicación con ese huevo de silencio, el hijo iniciaba una especie de tamboreo zulú ritmado con chirridos, saltaba en la alfombra deformándose en muecas de goma, batía palmas, gruñía, acababa desplomándose extenuado en un sofá gordo como un diabético contrario a la dieta, y era entonces cuando, movida por un tropismo vegetal de girasol, la madre alzaba el mentón inocente de la calceta y preguntaba: —¿Eh? —Con las agujas suspendidas sobre el ovillo a la manera de un chino paralizando los palitos frente al almuerzo interrumpido. Clase de los mansos perdidos, clase de los mansos perdidos, clase de los mansos perdidos, repetían los escalones a medida que los subía y la enfermería se acercaba a él cual un urinario de estación desde un tren en marcha, regida por una vaca sagrada que con el fin de descomponer las subordinadas se quitaba la dentadura postiza de la boca, como quien se arremanga, para aumentar la eficacia de los insultos. La imagen de las hijas, visitadas los domingos en una casi furtividad de permiso de cuartel, le atravesó oblicuamente la cabeza en uno de esos haces de luz polvorienta que los postigos del desván transforman en una especie triste de alegría. Solía llevarlas al circo en el intento de comunicarles su admiración por las contorsionistas, enlazadas entre sí como iniciales en el ángulo de una servilleta y poseedoras de la belleza impalpable común a los alientos de gasa que anuncian en los aeropuertos la partida de los aviones y a las muchachas de faldas con faralaes y botas blancas trazando elipses hacia atrás en la pista de patinaje del jardín zoológico, y lo decepcionaba como una traición el extraño interés de ellas por las damas equívocas, de pelo rubio con raíces canosas, que amaestraban a perros melancólicamente obedientes y uniformemente horrorosos, o por el chiquillo de seis años rasgando guías telefónicas con la risa fácil de los guardaespaldas en germen, futuro Mozart de la porra. Los cráneos de aquellos dos seres minúsculos que usaban su apellido y prolongaban la arquitectura de sus facciones se le aparecían tan misteriosamente opacos como los problemas de grifos del colegio, y lo asombraba que bajo cabellos que tenían el mismo olor que los suyos brotasen ideas diferentes de las que había almacenado penosamente durante tantos años de vacilaciones y dudas. Se sorprendía de que más allá de tics y gestos la naturaleza no se hubiese empeñado en transmitirles también, como patrimonio, los poemas de Eliot que conocía de memoria, la silueta de Alves Barbosa pedaleando en las Penhas da Saúde, y el aprendizaje ya hecho del dolor. Y por detrás de las sonrisas de ellas distinguía alarmado la sombra de las inquietudes futuras, como en su propio rostro percibía, mirándolo bien, la presencia de la muerte en la barba matinal. Buscó en la argolla de las llaves la que abría la puerta de la enfermería (mi lado de gobernanta, murmuró, mi faceta de pinche de barcos inventados disputando a los ratones las galletas María de la bodega), y entró en un pasillo largo balizado por gruesos umbrales de sepulturas detrás de los cuales se extendían, en colchas dudosas, mujeres que el exceso de medicinas había transformado en sonámbulas infantas difuntas, convulsionadas por los escoriales de sus fantasmas. La enfermera jefe, en su despacho de doctor Mabuse, se volvía a poner la dentadura postiza en las encías con la majestad de Napoleón coronándose a sí mismo: las muelas, al entrechocarse, producían ruidos secos de castañuelas de plástico, como si sus articulaciones fuesen una creación mecánica para edificación cultural de estudiantes de instituto o de los frecuentadores del Castillo Fantasma de la Feria Popular, donde el olor de las sardinas asadas se combina sutilmente con los gemidos de cólico de los tiovivos. Un crepúsculo pálido se cernía permanentemente en el pasillo y los bultos adquirían, aclarados por las bombillas desparejadas del techo, la textura de vertebrados gaseosos del Dios rivegauche del catecismo, que él imaginaba siempre evadiéndose de la colonia penal de los mandamientos para pasear libre, en las noches de la ciudad, la cabellera bíblica de un Ginsberg eterno. Algunas viejas, que las castañuelas bucales de Napoleón habían despertado de letargos de piedra, chancleteaban al azar de silla en silla idénticas a pájaros soñolientos en busca del arbusto donde afincarse; el médico intentaba en vano descifrar en las espirales de sus arrugas, que le recordaban las misteriosas redes de grietas de los cuadros de Vermeer, juventudes de bigotes engominados, templetes y procesiones, alimentadas culturalmente por Gervasio Lobato, por los consejos de los confesores y por los dramas de gelatina del doctor Julio Dantas, uniendo fadistas y cardenales en matrimonios rimados. Las octogenarias posaban en él sus ojos descoloridos de vidrio, huecos como acuarios sin peces, donde el limo tenue de una idea se condensaba a duras penas en el agua turbia de recuerdos brumosos. La enfermera jefe, centelleantes sus dientes de saldo, pastoreaba a aquel rebaño artrítico arrastrándolo con ambas manos hacia una salita en la que el televisor se había averiado en un haraquiri solidario con las sillas cojas apoyadas en las paredes y el aparato de radio que emitía, con sobresaltos felizmente raros, largos aullidos fosforescentes de perro perdido en la noche de un cortijo. Las viejas se tranquilizaban poco a poco como gallinas libradas del caldo en el gallinero de nuevo en calma, masticando el chicle de las mejillas con rumiaciones prolijas bajo una oleografía piadosa, en la cual la humedad había devorado los bizcochos de las aureolas de los santos, vagabundos anticipados de un katmandú celeste. La sala de consultas se componía de un armario en ruinas cogido del desván de un cacharrero desilusionado, de dos o tres sillones precarios con el forro asomando de los rasgones de los asientos como pelos de los agujeros de una gorra, de una banqueta contemporánea de la época heroica y tísica del doctor Sousa Martins, y de un escritorio que albergaba en la cavidad destinada a las piernas un cesto de papeles enorme, parturienta carcomida agobiada por un feto excesivo. Encima de un tapete mugriento, una rosa de papel se clavaba en su búcaro de plástico como la bandera remota del capitán Scott en los hielos del polo Sur. Una enfermera parecida a la doña María II de los billetes de banco en versión Campo de Ourique transportó rumbo al psiquiatra a una mujer internada en la víspera y que él no había atendido todavía, zigzagueante por las inyecciones, con la camisa flotando alrededor del cuerpo como el espectro de Charlotte Bronté deslizándose en la oscuridad de una casa antigua. El médico leyó en el informe de ingreso «esquizofrenia paranoide; intento de suicidio», hojeó rápidamente la medicación del Servicio de Urgencias y buscó un bloc en el cajón mientras un sol súbito se adhería, jovial, a los cristales. En el patio de abajo, entre los edificios de la primera y la sexta enfermería de hombres, un negro con pantalones bajados hasta las rodillas se masturbaba frenéticamente apoyado en un árbol, espiado con regocijo por un grupo de criados. Más adelante, cerca de la octava, dos individuos con bata blanca levantaban el capó de un Toyota para examinar el funcionamiento de sus vísceras orientales. Estos amarillos de los cojones comenzaron por las corbatas ambulantes, ya nos colonizan con radios y automóviles y cualquier día de estos nos convierten en los kamikazes de Pearl Harbor futuros; engañados para lanzarnos de cabeza en los Jerónimos en verano, diciendo banzai, cuando bodas y bautizos se suceden a ritmo trepidante de ametralladora mística. La paciente (quien entre aquí para dar pastillas, tomar pastillas o visitar nazarenamente a las víctimas de las pastillas es un paciente, sentenció el psiquiatra para sus adentros) le apuntó a la nariz sus órbitas manchadas de comprimidos y articuló con una determinación tenaz: —Cabrón. Doña María II se encogió de hombros como para limar las asperezas del insulto: —Está así desde que llegó. Si viese, doctor, la escena que montó con su familia, no daría crédito. Menos bonitas, nos ha dicho de todo. El médico escribió en el bloc: cabrón, bonitas, de todo, trazó una raya por debajo como si preparase una suma y añadió con mayúsculas «CARAJO». La enfermera, que leía por encima del hombro, retrocedió un paso: educación católica a prueba de balas, supuso él observándola. Educación católica a prueba de balas y virgen por tradición familiar: su madre debía de estar rezando a santa María Goretti mientras la hacía. La Charlotte Bronté tambaleando al borde del KO químico dirigió hacia la ventana una uña cuyo esmalte estallaba: —¿Alguna vez vio el sol ahí fuera, cabrón? El psiquiatra garabateó «CARAJO + CABRÓN = Y UNA MIERDA», arrancó la hoja y se la entregó a la enfermera. —¿Entiende? —preguntó él—. Esto lo aprendí con mi primera maestra de manualidades, dicho sea de paso y en secreto, el mejor clítoris de Lisboa. La mujer se puso rígida, con una indignación respetuosa: -Usted está muy animado, doctor, pero yo tengo otros médicos que atender. El hombre le lanzó, con un gesto amplio, la bendición urbi et orbi que había visto una vez por televisión: —Id en paz —deletreó con acento italiano—. Y no perdáis mi mensaje papal sin darlo a leer a los obispos, mis dilectos hermanos. Sursum corda y Deo gratias o viceversa. Cerró cuidadosamente la puerta tras ella y volvió a sentarse frente al escritorio. Charlotte Bronté lo observó con párpados críticos: —Aún no he decidido si usted es un cabrón simpático o antipático, pero por si las moscas me cago en su madre. Me cago en su madre, meditó él, qué exclamación adecuada. La movió dentro de la boca con la lengua como si fuese un caramelo, sintió su color y su sabor tibio, retrocedió en el tiempo hasta encontrarla a lápiz en los baños del instituto entre dibujos explicativos, invitaciones y coplillas y el recuerdo asqueado de los cigarrillos clandestinos comprados sueltos en la Papelería Académica a una diosa griega que barría el mostrador con el exceso de los senos, deteniendo en él sus pupilas vacías de estatua. Una señora delgaducha con expresión subalterna tejía jerséis en un rincón sombrío anunciada por un letrero apresurado en el escaparate («JERSÉIS CON PREFECIÓN Y RAPIDEZ») tal como los carteles colgados en las rejas del jardín zoológico anuncian los nombres en latín de los animales. Olía persistentemente a lápiz Viarco y a humedad y las damas de los alrededores con las compras de la plaza envueltas en papel de periódico iban a quejarse a las mamas helénicas, con murmullos desolados, de sus miserias conyugales pobladas de manicuras perversas y de francesas de cabaret que seducían a sus maridos al exponer a cuatro patas, al ritmo afrodisíaco del «Vals de la medianoche», la desnudez experta de las caderas. El negro que se masturbaba en el patio inició para edificación de los criados contorsiones orgásmicas desordenadas de manguera suelta. L'arroseur arrosé. Incansable, Charlotte Bronté volvió a la carga: —Oiga, zopenco, ¿sabe quién es la dueña de esto? Y después de una pausa destinada a dejar extenderse en el médico el pánico escolar de la ignorancia, se dio una palmada propietaria en la barriga: —Soy yo. Los ojos que desdeñaban al psiquiatra se rayaron de repente con tracitos métricos de cinta de medir: —No sé si despedirlo o nombrarlo director; depende. —¿Depende? —Depende de la opinión de mi marido domador de leones de bronce marqués de Pombal Sebastiáo de Meló. Vendemos animales amaestrados a estatuas, jubilados barbudos de piedra para fuentes, soldados desconocidos a domicilio. El hombre había dejado de escucharla: su cuerpo mantenía la curva obsequiosa de signo de interrogación en apariencia atento de tercer oficial por concurso; la frente, en la que confluían todos los accidentes geográficos de su rostro como transeúntes en un epiléptico convulso como lagartija en una cuesta, se fruncía con un aséptico interés profesional, la estilográfica aguardaba la orden estúpida de un diagnóstico definitivo, pero en el escenario de la sesera se sucedían las imágenes vertiginosas y confusas en las que se prolonga el sueño por la mañana, combatido por el sabor del dentífrico en la lengua y la falsa frescura de la loción de afeitar, señales inequívocas de trajinar ya, instintivamente, en la realidad de lo cotidiano, sin espacio para la pirueta de un capricho: sus proyectos imaginarios de Zorro se disolvían siempre, antes de comenzar, en el Pinocho melancólico que lo habitaba, exhibiendo la vacilación de la sonrisa pintada bajo la línea resignada de su boca auténtica. El portero que lo despertaba todos los días a toques pertinaces de timbre se le antojaba un San Bernardo con un barrilito al cuello salvándolo in extremis de la nevasca de una pesadilla. Y el agua de la ducha, al caer por sus hombros, se llevaba de la piel el sudor de angustia de una desesperanza tenaz. Desde que se separó de su mujer cinco meses atrás, el médico vivía solo en un apartamento decorado con un colchón y un despertador mudo inmovilizado de nacimiento en las siete de la tarde, malformación congénita de su agrado porque detestaba los relojes en cuyo interior de metal palpita el muelle taquicárdico de un corazoncito ansioso. El balcón saltaba directamente al Atlántico por encima de las ruletas del casino, donde se multiplicaban norteamericanas ansiosas cansadas de fotografiar tumbas barrocas de reyes, exhibiendo las pecas esqueléticas de los escotes en una estremecedora audacia de cuáqueras renegadas. Tendido sobre las sábanas sin bajar la persiana, el psiquiatra sentía que sus pies tocaban la oscuridad del mar, diferente de la oscuridad de la tierra por la inquietud rimada que lo agita. Las fábricas de Barreiro introducían en el lila de la aurora el humo musculoso de las chimeneas distantes. Gaviotas sin brújula tropezaban, estupefactas, con los gorriones de los plátanos y las golondrinas de cerámica de las fachadas. Una botella de aguardiente iluminaba la cocina vacía con la lámpara votiva de una felicidad de cirrosis. Con la ropa desparramada en el suelo, el médico aprendía que la soledad personal posee el gusto ácido del alcohol sin amigos, bebido a morro, apoyado en el zinc del fregadero. Y acababa concluyendo, al volver a poner el tapón con una palmada, que se asemejaba al camello que rellena su joroba antes de la travesía por un largo paisaje de dunas que habría preferido no conocer nunca. Era en momentos así, cuando la vida se vuelve obsoleta y frágil como los bibelots que las tías abuelas distribuyen en salitas impregnadas del olor mezcla de orina de gato y de jarabe reconstituyente, y a partir de los cuales rehacen la minúscula monumentalidad del pasado familiar a la manera de Cuvier creando pavorosos dinosaurios con astillas insignificantes de falangetas, que el recuerdo de sus hijas le volvía a la memoria con la insistencia de un estribillo del que no lograba desembarazarse, agarrado a él como una tirita al dedo, y le producía en el vientre el tumulto intestinal de retortijón de tripas en el que la nostalgia encuentra el escape extraño de un mensaje de gases. Las hijas y el remordimiento de haberse escapado una noche, con la maleta en la mano, al bajar las escaleras de la casa en la que había vivido durante tanto tiempo, tomando conciencia peldaño a peldaño de que abandonaba mucho más que una mujer, dos niñas y una complicada tela de sentimientos tempestuosos pero agradables, pacientemente segregados. El divorcio sustituye en la época actual al rito iniciático de la primera comunión: la certidumbre de amanecer al día siguiente sin la complicidad de las tostadas del desayuno compartido (para ti la miga, para mí la corteza) lo aterrorizó en el vestíbulo. Los ojos desolados de la mujer lo perseguían escalones abajo: se alejaban el uno del otro tal como se habían acercado, trece años antes, en uno de esos agostos de playa hechos de aspiraciones confusas y de besos afligidos, en el mismo vertiginoso y ardiente reflujo de la marea. El cuerpo de ella seguía siendo joven y leve a pesar de los partos, y el rostro mantenía intactas la pureza de los pómulos y la nariz perfecta de una adolescencia triunfal: junto a esa belleza esbelta de Giacometti maquillado se sentía siempre desmañado y tosco en su envoltorio que comenzaba a amarillear en un otoño sin gracia. Había momentos en que le parecía injusto tocarla, como si el contacto de sus dedos despertase en ella un sufrimiento sin razón. Y se perdía entre sus rodillas, ahogado de amor, balbuceando las palabras de ternura de un dialecto inventado. ¿CUÁNDO FUE QUE ME JODÍ?, se preguntó el psiquiatra mientras Charlotte Bronté proseguía impasible su discurso de Lewis Carroll grandioso. Como quien mete sin pensar la mano en el bolsillo en busca de la propina de una respuesta, sumergió el brazo en el cajón de la infancia, prendería inagotable de sorpresas, tema sobre el cual su existencia posterior calcaba variaciones de una monotonía opaca, y trajo el azar a la superficie, nítido en la concha de la palma, él niño acuclillado en el orinal frente al espejo del armario en el que las mangas de las chaquetas colgadas de perfil como las pinturas egipcias multiplicaban la abundancia de lianas blandas de los trajes Príncipe de Gales de su padre. Un chico rubio que alternadamente se expresa y observa, pensó concediendo una mirada de soslayo a los años vacíos, he ahí un razonable resumen de los capítulos anteriores: solían dejarlo así varias horas seguidas en su taza de Sévres de esmalte donde el pis tocaba escalas tímidas de arpa, conversando consigo mismo las cuatro o cinco palabras de un vocabulario monosilábico completado con onomatopeyas y chillidos de mico abandonado, al mismo tiempo que en el piso de abajo la trompa de oso hormiguero de la aspiradora absorbía carnívoramente los flecos comestibles de las alfombras, manejada por la mujer del guardes, a quien el malestar de las piedras de la vesícula acentuaba su aspecto otoñal. ¿Cuándo fue que me jodí?, preguntó el médico al muchacho que poco a poco se disolvía con su tartamudez y su espejo para ceder el paso a un adolescente tímido, con los dedos manchados de tinta, apoyado en una esquina propicia para observar el paso indiferente y risueño de las chicas del instituto cuyos calcetines cortos lo trastornaban con deseos confusos pero vehementes ahogados en infusiones solitarias en el bar vecino, rumiando en un cuaderno sonetos a la manera de Bocage vigilados por la censura estricta del catecismo de buenas costumbres de sus tías. Entre esas dos fases de larva incipiente se plantaban, como en una galería de bustos de yeso, mañanas de domingo en museos desiertos balizados con retratos al óleo de hombres feos y con escupideras hediondas donde las toses y las voces repercutían como en garajes por la noche, lluviosos veranos de balnearios inmersos en neblinas irreales de las que nacían a duras penas siluetas de eucaliptos heridos, y sobre todo las arias de ópera de la radio oídas desde su cama de muchacho, duetos de insultos agudos entre una soprano con pulmón de pescadera y un tenor que, incapaz de hacerle frente, acababa ahorcándola a traición con el nudo corredizo de un do de pecho interminable, otorgando al miedo a la oscuridad la dimensión de la Caperucita Roja escrita por un lápiz de violonchelos. Las personas mayores poseían en ese momento una autoridad incontestable avalada por sus cigarrillos y sus achaques, inquietantes reyes y sotas de una baraja terrible cuyos lugares en la mesa se reconocían a través de la localización de los envases de medicamentos: separado de ellas por la sutil maniobra política de bañarme a mí mientras yo nunca los veía desnudos a ellos, el psiquiatra se conformaba con el papel de casi comparsa que le atribuían, sentado en el suelo de la sala a vueltas con los juegos de cubos que se permiten como pasatiempo de los vasallos, anhelando la gripe providencial que desviase del periódico a sí mismo la atención cósmica de aquellos titanes, transformada de pronto en un desvelo de termómetros y de inyecciones. Su padre, precedido por el olor a brillantina y a tabaco de pipa cuya combinación representó para él, durante muchos años, el símbolo mágico de una virilidad segura, entraba en la habitación jeringuilla en ristre y, después de enfriarle las nalgas con la brocha de afeitar húmeda del algodón, le introducía en la carne una especie de dolor líquido que se solidificaba en un guijarro desgarrador: lo recompensaban con los frasquitos de penicilina vacíos que exhalaban una estela de perfume terapéutico, tal como brota de los desvanes cerrados, por las rendijas de la puerta, el aroma de moho y espliego de los pasados difuntos. Pero él, él, él, ¿cuándo se había echado a perder? Hojeó rápidamente su niñez desde el septiembre remoto del fórceps que lo había expulsado de la paz de acuario uterina a la manera de quien arranca un diente sano de la comodidad de la encía, se detuvo en los largos meses de Beira iluminados por la bata floreada de la abuela, crepúsculos en el balcón sobre la sierra oyendo el fulgor blando de la fiebre monótona de los cortones, campos en declive marcados por las líneas de las vías del tren idénticas a venas salientes en el dorso de la mano, saltó las aburridas páginas sin diálogo de algunas muertes de primas ancianas a las que el reumatismo había combado en reverencias de herradura, tocando con las hebras de los cabellos blancos los nudos de gota de las rodillas, y se preparaba para explorar empuñando su lupa psicoanalítica las angustiosas vicisitudes de su debut sexual entre un frasco de permanganato y una colcha dudosa que conservaba viva, junto a la almohada, la huella de yeti de la suela del cliente anterior, demasiado apresurado para preocuparse por el detalle insignificante de los zapatos o suficientemente pudoroso para mantener los calcetines en aquel altar de blenorragia con taxímetro, cuando Charlotte Bronté lo despertó a la realidad presente de la mañana hospitalaria sacudiéndole con ambas manos las solapas de la chaqueta al mismo tiempo que entrelazaba el grueso hilo de lana libertaria de «La Marsellesa» en el ganchillo arrabalero del fado alejandrino con las agujas diestras de un contralto inesperado. Su boca, redonda como aro de servilleta, exhibía al fondo la lágrima trémula de la úvula balanceándose como un péndulo al ritmo de sus gritos, los párpados caían sobre las pupilas perspicaces a la manera de telones de teatro que hubiesen bajado por error en medio de un Brecht sabiamente irónico. Las cuerdas de nailon de los tendones de la nuca se estiraban con esfuerzo bajo la piel y el médico pensó que era como si Fellini hubiese invadido de pronto uno de esos hermosos dramas paralizados de Chejov en los que gaviotas gaseosas se consumían de dolor contenido tras la llamita vacilante de una sonrisa, y en que más allá de la puerta cerrada las criadas debían comenzar a agitarse con inquietudes solícitas, imaginándolo ahorcado con el elástico negro de una liga. Charlotte Bronté, saciada, se acomodó en el trono del diván como quien regresa motu proprio al orgullo intransigente del exilio. —Maldito cabrón de mierda —articuló ella con el tono distraído de quincuagenaria que conversa con las amigas contando los puntos del tejido. El psiquiatra se dio prisa en aprovechar esa favorable disposición de humor para escaparse furtivamente hacia la trinchera de la sala de vendajes. Una enfermera que él estimaba, y cuya amistad tranquila había apaciguado más de una vez los impulsos destructivos de sus furias de maremoto, preparaba pacíficamente las medicaciones del almuerzo echando comprimidos idénticos a caramelos smarties en una bandeja repleta de vasitos de plástico. -Deolinda —la informó él—, estoy tocando fondo. Ella movió el rostro con pico de tortuga bondadosa: —¿No se termina nunca ese bajón? El médico alzó los gemelos de la camisa hacia el techo de piedra caliza desconchada en una patética imploración bíblica, con la esperanza de que la teatralidad voluntaria ocultase parte de su sufrimiento verdadero: -Usted se encuentra (obsérveme bien), para su felicidad y para mi infelicidad, ante el mayor espeleólogo de la depresión: ocho mil metros de profundidad oceánica de la tristeza, negrura de aguas gelatinosas sin vida salvo algún que otro repugnante monstruo sublunar con antenas, y todo esto sin batiscafo, sin escafandra, sin oxígeno, lo que significa, obviamente, que agonizo. —¿Por qué no vuelve a su casa? —preguntó la enfermera, que poseía el sentido práctico de la existencia y la certidumbre inconmovible de que, aunque la línea recta no sea forzosamente el camino más corto entre dos puntos, por lo menos es lo aconsejable para sacar del laberinto a los espíritus tortuosos. El psiquiatra cogió el teléfono y pidió que llamasen al hospital donde trabajaba un amigo: es el momento de aferrarme a cualquier cosa, decidió. —Porque no lo sé, porque no puedo, porque no quiero, porque he perdido la llave —declaró a la enfermera sabiendo perfectamente que mentía. Yo miento y ella sabe que miento y que sé que ella sabe que miento y lo acepta sin enfado ni sarcasmo, comprobó el médico. De cuando en cuando nos cae en suerte toparnos con una persona así, que nos quiere no a pesar de nuestros defectos sino con ellos, con un amor simultáneamente despiadado y fraternal, pureza de cristal de roca, aurora de mayo, bermellón de Velázquez. —Mire —dijo el médico tapando el micrófono con la manga—, no sabe cuánto le agradezco que exista. En ese instante, la voz de su amigo llegó pequeñita al teléfono, formuló con cuidado: —¿Dígame? (Y él imaginó una pinza delicada cogiendo suavemente cualquier cosa frágil y preciosa.) —Soy yo —respondió rápido porque sintió que empezaba a emocionarse—. Estoy tocando fondo, el fondo del fondo, y te necesito. En el silencio del teléfono, se adivinó al amigo desplegando mentalmente su agenda del día: —Puedo suspender un almuerzo —anunció por fin—. Nos vamos juntos a uno de esos comederos que tú frecuentas y durante la hamburguesa te desahogas conmigo. —A la una en las Galerías —decidió el psiquiatra mirando a la enfermera que salía con la bandeja repleta de granitos rojos, amarillos y azules estremeciéndose en los recipientes de plástico—. Y gracias. —A la una —confirmó su amigo. El médico dejó el teléfono con la velocidad suficiente para no oír el sonido del aparato al colgarse, inútil ruido penoso que le recordaba agrias discusiones alimentadas por el despecho y los celos. Se ajustaba la corbata que Charlotte Bronté había desarreglado, en busca de la bisectriz del cuello, cuando el Napoleón de la dentadura postiza, haciendo repicar centenares de muelas, fue a comunicarle que lo llamaban de Urgencias. Desde el cuarto de baño de enfrente salió corriendo una muchacha semidesnuda abrazada a un fajo de periódicos desgarrados: —Hay que apretarle las clavijas a Nélia —opinó el Corso de las mandíbulas desmontables—. Está insoportable. Incluso hoy me ha dicho que quería ver mi sangre saliendo a borbotones por el pasillo de la enfermería. —Tiene las nalgas llenas de marcas de las inyecciones —la defendió el médico—. ¿Qué puedo hacer yo? Además, ¿no le parece poética, señora, la idea de su sangre derramada? Un final estilo César, ¿qué más quiere? —Y añadió en un susurro confidencial—: ¿Qué piensa, jefa, de las muertes violentas? Tal vez le den su nombre a un ala del hospital: a fin de cuentas, a Miguel Bombarda le pegaron un tiro. Desde lejos, Nélia les envió el gesto más obsceno de su muestrario elemental de colegio de monjas: algunos de los periódicos se le escurrieron de las manos cerca de una criada que enceraba el suelo tripulando una maquinita prima de una cortacésped esquemática, la cual devoró incontinente las noticias con un apetito ronroneante de boa, tosió tres o cuatro veces, sollozó, y se inmovilizó contra la pared en una agonía espectacular de King Kong cinematográfico. Napoleón se precipitó chancleteando hacia ella como hacia un hijo enfermo: el psiquiatra calculó que iba a intentar, desesperada, la respiración boca a agujero, y le dio la espalda molesto por ese acto de amor contra natura. —¿Es bueno en la cama el robot de sacar brillo? —le preguntó a la enfermera que regresaba sin smarties, empuñando la bandeja vacía desprovista del encanto trémulo de las pastillas. —Cuanto más se conoce a los hombres más se aprecia a los electrodomésticos —respondió ella—. Convivo maritalmente con una cocina de dos quemadores y somos felices. Lo único que me da pena es el pulmón de acero de la garrafa de butano. —En un hospital de locos, ¿dónde están los locos? —insistió el médico—. ¿Por qué nosotros, que aún tenemos permiso de salida diaria, seguimos arrastrándonos por aquí si todas las semanas hay un barco para Australia y existen bumeranes que no regresan al punto de partida? —Yo soy demasiado vieja y usted es demasiado joven -explicó la enfermera—. Y los bumeranes acaban siempre volviendo aunque sea de puntillas, por la noche, con un zumbidito avergonzado. Volver, pensó el psiquiatra repitiendo el verbo con una lentitud de campesino que liase un cigarrillo pensativo en la tarde de un campo de trigo, volver, abrir la puerta con la sencillez literaria de «El suave milagro» de Eça e informar sonriendo ¿Estoy aquí? ¿Volver como un tío de América, un hijo de Brasil, un salvado por milagro de Fátima con victoriosas muletas al hombro, iluminado aún por la visión de una quiromántica celeste manejando hábiles trucos bíblicos en el escenario de una encina? ¿Volver como había vuelto años atrás de la guerra de África, a las seis de la mañana, para un mes de felicidad furtiva en una buhardilla oblicua, comprobando calle a calle, en el taxi, que nada había cambiado en su ausencia, país en blanco y negro de muros encalados y de viudas de riguroso luto, de estatuas de regicidas alzando brazos carbonarios en plazas habitadas, a dosis equitativas, por jubilados y palomas, unos y otros olvidados ya de la alegría de un vuelo? La sensación de haber perdido la llave, aunque la conservase en la guantera del automóvil entre papeles manchados de aceite y tubos de comprimidos para dormir, lo hizo experimentar la angustia sin amarras de la soledad absoluta: algo que desconocía y le entorpecía los gestos, le impedía marcar el número que seguía a su nombre en la guía telefónica y pedir socorro a la mujer que amaba y que lo amaba. La crueldad de esa impotencia le subió a los ojos en medio de una neblina de ácido difícil de reprimir como la turbulencia de un eructo. Los dedos de la enfermera llegaron a rozarle levemente el codo: —Tal vez —dijo ella— haya bumeranes que no regresan. Y aun así logran mantenerse a flote. Y al psiquiatra le pareció que acababa de recibir una especie de extremaunción definitiva. AL BAJAR LAS ESCALERAS HACIA EL BANCO distinguió a lo lejos, cerca de la penumbra de sacristía que olía a esmalte de uñas del despacho de las asistentes sociales, criaturas feas y tristes necesitadas ellas mismas de asistencia urgente, un grupo de agentes de propaganda médica estratégicamente ocultos en las jambas de las puertas vecinas, dispuestos a asaltar con torrentes verbosos y a veces letales a los esculapios desprevenidos a su alcance, víctimas inocentes de su simpatía imperativa. El psiquiatra se asemejaba a los vendedores de automóviles en su locuacidad demasiado delicada y bien vestida, hermanos bastardos que se habían desviado, como consecuencia de un oscuro accidente cromosómico de circulación, del linaje de los faros de yodo a las pomadas contra el reumatismo, sin perder, no obstante, la incansable vivacidad solícita original. Le asombraba que aquellos seres mercantes, siempre fieles a la buena educación, dueños de carpetas obesas que llevaban dentro el secreto capaz de transformar a jorobados raquíticos en campeones de triple salto, le dedicasen en abundancia atenciones de Reyes Magos portadores de preciosas ofertas de calendarios de plástico a favor de los preservativos antisífilis Donald, el enemigo público número uno del crecimiento demográfico, suave al tacto y con una corona de pelitos afrodisíacos en la base, de juegos de ajedrez en cartulina elogiando discretamente en todas las casas los méritos del jarabe para la memoria Einstein (tres sabores: fresa, pina y filete de lomo), y de pastillas efervescentes que frenaban las diarreas pero soltaban las riendas de la acidez, obligando a los enfermos de los intestinos a preocuparse por los ardores de estómago, maniobra de distracción con que lucraban las botellitas de agua mineral bebidas a pequeños sorbos terapéuticos en las barras de las cafeterías. Los doctores se desprendían de sus encerronas feroces tambaleando bajo el peso de prospectos y de muestras, ebrios de discursos erizados de fórmulas químicas, de posologías y de efectos secundarios, y varios caían exhaustos después de avanzar treinta o cuarenta metros, desparramando a su alrededor los perdigones de píldoras del último suspiro. Un criado indiferente barría sus restos clínicos hacia la fosa común de un cubo de basura abollado, farfullando baladas fúnebres de sepulturero. Aprovechando la protección de dos policías que escoltaban a un viejo digno con cara de ayudante de notario envuelto en las lonas confusas de una camisa de fuerza, el médico atravesó a salvo la bandada amenazadora de los propagandistas alentándola con el canto de sirena de las sonrisas unísonas, desplegadas como acordeones en las mejillas obsequiosas: una mañana de estas, pensó, me ahogan en un frasco de suspensión antibiótica Amigdal, del mismo modo que mi padre tenía, nunca entendí por qué, guardado en el armario de la estantería, el trofeo de caza del cadáver de una escolopendra en un tubo de alcohol, y me venderán a la facultad, engurruñado como un aborto, para figurar en el muestrario de horrores del Instituto de Anatomía, mitad carnicería científica y mitad Castillo Fantasma, con esqueletos colgados de hierros verticales a la manera de claveles marchitos apoyando su desánimo en pedazos de caña, mirándose los unos a los otros con órbitas vacías de militares en la reserva. A cubierto de las damas de honor del ayudante de notario, cuyos bigotes temblaban con timidez autoritaria, el psiquiatra salió ileso de un internado alcohólico a causa de sus relaciones que todas las mañanas insistía en contarle en detalle interminables disputas conyugales en las que sustituían a los argumentos animadísimas batallas campales de cacerolas («Mierda, le di con una platija en la cabeza a la piojosa, doctorcito, que se pasó ocho días escupiendo brillantina»), de una señora delgaducha de la secretaría que vivía con el pánico del esperma de su marido y solía interrogarlo ansiosamente acerca de la eficacia comparativa de doscientos veintisiete anticonceptivos diferentes, y de un paciente de barbas bíblicas de Neptuno de lago que alimentaba por él una admiración entusiasta hecha de panegíricos vociferantes, todos mantenidos a respetuosa distancia por las responsables de la camisa de fuerza, comunicándose uno al otro, al oído peludo, sus respectivos alientos de ajo. Pasó el despacho del dentista despoblador de encías luchando entre gemidos contra una muela tenaz, y se creía ya milagrosamente intacto en Urgencias, puerta de cristal traslúcido que le hacía señas como la bandera de tela de la llegada de una carrera de bicicletas, cuando un dedo perverso le tocó imperioso entre los omóplatos, huesos salientes y triangulares que atestiguaban por la forma su pasado de ángel oculto bajo la tela de la chaqueta con un modesto pudor de orígenes divinos, como los bien nacidos eructan al final del almuerzo por benévola concesión social a un mundo de zarzas. —Estimado amigo —preguntó una voz a sus espaldas—, ¿qué me dice de la conspiración de los comunistas? Los policías, ocupados en transportar al ayudante de notario con un cuidado de mozos de cordel cargando un piano extraño que tocaba sin cesar la sonatina repleta de notas erradas de su delirio de grandeza, abandonaron vilmente al médico junto al archivo donde se encontraba una dama miope, con gafas del grosor de un pisapapeles, que aumentaban sus ojos hasta las proporciones de hirsutos insectos gigantescos rodeados de enormes patas de pestañas, a merced de un compañero bajito a la deriva en el lago de cheviot del abrigo, con un sombrero tirolés calado en la cabeza a la manera de un tapón en un gollete en el intento de impedir en vano la tempestuosa fuga de burbujas gasificadas de sus ideas. El compañero trajo a la superficie el gancho de su mano, y en vez de hacer señas de socorro se le colgó de la corbata como un náufrago impaciente abrazado por error a una serpiente de agua azul con pintas blancas que se le deshacía en el puño con una inercia blanda de cordón. El psiquiatra pensó que ese día toda la gente lo quería separar de uno de los últimos regalos que su mujer le había hecho con el deseo inútil de mejorar su apariencia de novio de provincias congelado en una postura rígida de fotografía de feria: desde la adolescencia llevaba consigo, pegada a la asimetría de las facciones, la expresión postiza y triste de los muertos de familia en los álbumes de retratos, con las sonrisas diluidas por el yodo del tiempo. Mi amor, se dijo para sus adentros palpándose la corbata, sé que esto no alivia ni ayuda, pero de nosotros dos fui yo el que no supo luchar; y le vinieron a la memoria largas noches en la playa deshecha de las sábanas, su lengua dibujando despacio contornos de senos iluminados con una red de venas por la primera luz de la aurora, el poeta Robert Desnos agonizante de tifus en un campo de prisioneros alemán murmurando «Es mi mañana más matinal», la voz de John Cage repitiendo «Every something is an echo of nothing», y la forma en que el cuerpo de ella se abría en concha para recibirlo, vibrando como las hojas de los ápices de los pinos agitados por un viento invisible y tranquilo. El compañero pequeñito, con la pluma del sombrero tirolés oscilando a la manera de la aguja de un contador Geiger que encontrase mineral, lo obligó a encallar en un ángulo de pared, cangrejo enfermo atrapado por la insistencia de una camaronera tenaz. Los miembros saltaban en el abrigo con movimientos brownianos sin objetivo definido de moscas en la mancha de sol de un sótano, las mangas se multiplicaban en gestos consternados de orador sacro: —Avanzan esos tipos, los comunistas, ¿eh? La semana anterior el médico lo había visto buscar en cuclillas micrófonos de la KGB ocultos bajo el tablero del escritorio, dispuestos a transmitir a Moscú los decisivos mensajes de sus diagnósticos. —Avanzan, se lo aseguro —balaba el compañero agitado por la inquietud—. Y esta ralea, el ejército, el pueblo llano, la iglesia, nadie se mueve, se cagan de miedo, colaboran, consienten. Por mí (y mi esposa lo sabe), el que entre en casa se llevará un tiro en la cabeza. Sanseacabó. ¿Ya ha leído las pancartas que pusieron en el pasillo con el retrato de Marx, el niño bonito de la economía, echándonos encima sus patillas? —Y acercándose más, confidencial—: Se me ocurre que usted les anda cerca si ya no se ha alineado con ese movimiento, pero por lo menos se lava, es correcto, su padre es profesor de la facultad. Dígame: ¿usted se ve comiendo en la misma mesa que un carpintero? En mi infancia, pensó el psiquiatra, las personas se escalonaban en tres categorías imposibles de mezclar y rigurosamente delimitadas: la de las criadas, los jardineros y los chóferes, que almorzaban en la cocina y se levantaban a su paso; la de las costureras y las señoras asistentas, con derecho a mesa aparte y a la consideración de una servilleta de papel; y la de la Familia, que ocupaba el comedor y velaba cristianamente por su servidumbre («personal», la llamaba la abuela) regalándoles ropa usada, uniformes y un interés distraído por la salud de sus hijos. Había también una cuarta especie, la de las «otras», que abarcaba a peluqueras, manicuras, mecanógrafas e hijastras de sargentos, las cuales rondaban a los hombres de la tribu tejiendo a su vez una pecaminosa tela de miradas magnetizadoras de soslayo. Las «otras» no se «casaban»: «se registraban», no iban a misa, no se preocupaban por el ingente problema de la conversión de Rusia: consagraban sus existencias demoníacas a placeres que yo apenas entendía en terceras plantas sin ascensor de donde volvían mis tíos a hurtadillas risueños por la juventud recuperada, mientras que las hembras del clan, en la iglesia, iban a tomar la comunión con los ojos cerrados y la lengua fuera, camaleones dispuestos a devorar los mosquitos de las hostias con una gula mística. De vez en cuando, en medio de la comida, si el psiquiatra, entonces un chaval, masticaba con la boca abierta o apoyaba los codos en el mantel, el abuelo lo señalaba con su índice definitivo y profetizaba cavernosamente: «Acabarás en las manos de la cocinera como el pavo». Y el tremendo silencio que seguía avalaba con su sello blanco la inminencia de esa catástrofe. —Responda —ordenó el compañero—. ¿Se ve comiendo en la misma mesa que un carpintero? El médico se volvió hacia él con el esfuerzo de quien ajusta la imagen de un microscopio desenfocado: desde lo alto de una pirámide de prejuicios, cuarenta generaciones burguesas lo contemplaban. —¿Por qué no? —dijo él desafiando a los caballeros con perilla y a las damas de busto abundante redondeado al torno que se habían cruzado trabajosamente entre sí, en un ganchillo complejo, trabados por los tirantes y las ballenas del corpiño, para producir, al cabo de un siglo de deberes conyugales, un descendiente capaz de revueltas tan impensables como la de una dentadura postiza que saltase del vaso de agua en el que sonreía por la noche para morder a su propio dueño. El compañero retrocedió dos pasos, perplejo: —¿Por qué no? ¿Por qué no? Hombre, usted es un anarquista, un marginal, usted pacta con el Este, usted aprueba la entrega de ultramar a los negros. ¿Qué sabe este tipo de África, se preguntó el psiquiatra mientras que el otro, héroe de Aljubarrota del patriotismo a la Legión, se alejaba con grititos indignados, prometiendo reservarle una farola de la avenida, qué sabe este paleto de cincuenta años de la guerra de África donde no murió ni vio morir a nadie, qué sabe este imbécil de los delegados portugueses que enterraban cubitos de hielo en el ano de los negros que les disgustaban, qué sabe este tonto de la angustia de tener que elegir entre el exilio sin país y la absurda estupidez de los tiros sin razón, qué sabe este animal de las bombas de napalm, de las muchachas encinta maltratadas por la PIDE, de las minas que florecían bajo las ruedas de las camionetas en hongos de fuego, de la añoranza, del miedo, de la rabia, de la soledad, de la desesperación? Como siempre que se acordaba de Angola, un tropel de recuerdos en desorden le subía de las tripas a la cabeza con la vehemencia de las lágrimas contenidas: el nacimiento de la hija mayor silabeado por la radio para el destacamento donde se encontraba, primera manzanita de oro de su esperma, largas vigilias en la enfermería improvisada inclinado sobre la agonía de los heridos, salir exhausto a la puerta dejando que el furriel acabe de coser los tejidos y encontrar fuera una repentina amplitud de estrellas desconocidas, con su voz repitiéndole dentro Este no es mi país, este no es mi país, este no es mi país, la llegada los miércoles del avión del correo y de la comida fresca, la sutil e infinitamente sabia paciencia de los de Luchazes, el sudor del paludismo vistiendo los riñones con cinturones de humedad pegajosa, la mujer llegada de Lisboa con el bebé de sorprendentes iris verdes para viajar con él al bosque, su boca casi mulata sonriendo comestible en la almohada. Nombres mágicos: Quito-Quanavale, Zemza do Itombe, Narriquinha, Baixa do Cassanje cubierta por las altas pestañas de los girasoles en mañanas limpias como huesos de luz, bailundos empujados a puntapiés hacia las haciendas del norte, Sao Paulo de Luanda imitando al Arriero apoyado en la valva de la bahía. ¿Qué sabe este panoli de África, se preguntó el psiquiatra, más allá de los cínicos e imbéciles argumentos obstinados de la Acción Nacional Popular y de los discursos de seminario de las botas mentales de Salazar, virgen sin útero disfrazada de hombre, hijo de dos canónigos me explicó en una ocasión una paciente, qué sé yo que durante veintisiete meses viví en la angustia del alambre de espinos por cuenta de las multinacionales, vi a mi mujer casi morirse del falciparum, presencié el despacioso fluir del Dondo, hice una hija en la Malanje de los diamantes, rodeé las colinas desnudas de Dala-Samba pobladas en la cima por las matas de palmeras de las tumbas de los reyes jingas, partí y regresé con la cáscara de un uniforme impuesta en el cuerpo, qué sé yo de África? La imagen de la mujer a su espera entre los mangos de Marimba plagados de murciélagos aguardando el crepúsculo se le apareció en una punzada de añoranza violentamente física como una víscera que estalla. Te amo tanto que no sé amarte, amo tanto tu cuerpo y lo que en ti no es tu cuerpo que no comprendo por qué nos perdemos si a cada paso te encuentro, si siempre al besarte besé más que la carne de la que estás hecha, si nuestro matrimonio se consumió de juventud como otros de vejez, si después de ti mi soledad se acrecienta con tu olor, con el entusiasmo de tus proyectos y con la redondez de tus nalgas, si me sofoco con la ternura de la que no logro hablar, aquí en este momento, amor, me despido y te llamo sabiendo que no vendrás y deseando que vengas del mismo modo que, como dice Molero, un ciego espera los ojos que encargó por correo. SE DIRÍA QUE EN URGENCIAS los internos con pijama flotaban en la claridad de las ventanas como viajeros submarinos entre dos aguas, con gestos ralentizados por el peso de toneladas de las medicinas. Una vieja en camisón, parecido a los autorretratos finales de Rembrandt, se cernía diez centímetros encima de su asiento, idéntica a un pájaro vacilante que fuese perdiendo la espuma de viento de los huesos. Borrachos soñolientos que el aguardiente había transformado en serafines rotos tropezaban en el aire: todas las noches la policía, los bomberos o la indignación de la familia iban a abandonar allí, como en un muladar postrero, a los que intentaban en vano trabar los engranajes del mundo rascando el revoque de la habitación, descubriendo extraños bichos invisibles adheridos a las paredes, amenazando a los vecinos con el cuchillo del pan u oyendo el imperceptible silbido de los marcianos que poco a poco se visten de compañeros de oficina para revelar a las restantes galaxias la llegada inminente del Anticristo. Estaban también los que se presentaban solos, opacos de hambre, ofreciendo la nalga a la jeringuilla a cambio de una cama donde dormir, clientes habituales que el portero reenviaba, con el imperioso brazo extendido a la manera de la estatua del mariscal Saldanha, hacia los árboles del Campo de Santana que la oscuridad confundía en una niebla de cuerpos abrazados. Aquí, pensó el médico, desagua la última miseria, la soledad absoluta, lo que no podemos soportar en nosotros mismos, los más escondidos y vergonzosos de nuestros sentimientos, lo que en los demás llamamos locura que es al final la nuestra y de la cual nos protegemos etiquetándola, comprimiéndola con rejas, alimentándola con pastillas y gotas para que siga existiendo, concediéndole permiso de salida el fin de semana y encaminándola rumbo a una «normalidad» que probablemente consiste solo en disecarse en vida. Cuando se dice, consideró él con las manos en los bolsillos observando a los serafines del aguardiente, que los psiquiatras son unos pirados, se está rozando sin saber el centro de la verdad: en ninguna especialidad como en esta se encuentran seres con el cráneo tan en sacacorchos, tratándose a sí mismos a través de las curas de sueño impuestas mediante la persuasión o la fuerza a los que los buscan para buscarse y arrastran de consultorio en consultorio la ansiedad de su tristeza, como un cojo transporta su pierna más corta de curandero en curandero, en busca de un milagro imposible. Guarnecer a las personas con diagnósticos, oírlas sin escucharlas, quedarse fuera de ellas como al borde de un río del que se desconocen las corrientes, los peces y la concavidad de la roca donde nace, presenciar el torbellino de la crecida sin mojarse los pies, recomendar un comprimido después de cada comida y una píldora por la noche y quedarse saciado con esa hazaña de scout: ¿qué me hace pertenecer a este club siniestro, meditó, y sufrir cotidianamente remordimientos por la debilidad de mis protestas y por mi inconformismo resignado, y hasta qué punto la certidumbre de que la revolución se hace desde dentro no funciona en mí como disculpa, autoviático para seguir cediendo? Se trataba de preguntas a las que no sabía responder claramente y lo dejaban confuso y afligido consigo mismo, erizado de interrogantes, de dudas, de escrúpulos: cuando había entrado allí al comienzo del internado y lo llevaron a visitar el decrépito edificio atemorizador del hospital del que solo conocía hasta entonces el patio y la fachada, se había sentido en un caserón de provincias habitado por los fantasmas de Fellini: apuntalados por muros que rezumaban una humedad pegajosa, débiles mentales casi desnudos se masturbaban con movimientos de columpio volviendo hacia él el espanto desdentado de las bocas; hombres con la cabeza rapada se tendían al sol, mendigaban o encendían cigarrillos liados cuyos papeles eran pedazos de periódico oscurecidos por la saliva; unos viejos se pudrían en colchones podridos, vacíos de palabras, huecos de ideas, vegetales trémulos durando a duras penas; y estaba el redondel de la octava enfermería y las personas contenidas por los hierros, simios despaciosos moliendo frases inconexas, encallando al azar en los huecos de toril donde dormían. Y aquí estoy yo, se dijo el médico, colaborando sin colaborar con la continuidad de esto, con la pavorosa máquina enferma de la Salud Mental trituradora de raíz de los menudos gérmenes de libertad que nacen en nosotros bajo la forma desgarbada de una protesta inquieta, pactando mediante mi silencio, el sueldo que recibo, la carrera que me ofrecen: cómo resistirse desde dentro, casi sin ayuda, a la inercia eficaz y muelle de la psiquiatría institucional, inventora de la gran línea blanca que separa la «normalidad» de la «locura» a través de una red compleja y postiza de síntomas, de la psiquiatría como alienación grosera, como venganza de los castrados contra el pene que no tienen, como arma real de la burguesía a la que pertenezco por nacimiento y de la que se vuelve tan difícil renegar, vacilando como vacilo entre el inmovilismo cómodo y la rebelión penosa, cuyo precio se paga caro porque, si no tuviese padres, ¿quién llegará a querer, en la Rueda, enderezarme? El Partido me propone la sustitución de una fe por otra fe, de una mitología por otra mitología, y llegado a este punto me acuerdo siempre de la frase de la madre de Blondín, «No tengo la Fe, pero tengo tanta Esperanza...», y giro en el último instante a la izquierda con la expectativa ansiosa de encontrar hermanos que me valgan y a quienes pueda valer, por ellos, por mí y por el resto. Y es el resto, lo que por pudor no se enumera, lo importante, como una especie de apuesta, de ganapierde de una probabilidad entre trescientas, de creer en Blancanieves y que surjan enanitos auténticos bajo los muebles demostrando que es posible todavía. Posible aquí y ahí fuera que los muros del hospital son concéntricos y abarcan el país entero hasta el mar, hasta el Cais das Colunas y hasta las olas domesticadas de río a la portuguesa, señor de mansas furias reflejando el color del cielo y manchado de la sombra grasienta de las nubes, mi remordimiento lo llama el poeta, mi remordimiento de todos nosotros. Muros concéntricos, repitió, laberinto de casas y de calles, descenso en declive y a trompicones de mujer de tacones altos hacia la amplitud horizontal de la barra del puerto, muros tan concéntricos que nunca se parte en realidad, sino que se crían raíces de ganchillo en la alfombra del suelo, Creta de azulejos habitada de papagayos de ventana y chinos con corbata, bustos de regicidas heroicos, palomas gordas y gatos capados, donde el lirismo se enmascara de canario enjaula de mimbre soltando los trinos de sonetos domésticos. El Almanaque Bertrand hace las veces de Biblia, los animales domésticos son bambis cromados y perritos de cerámica que gesticulan diciendo sí; los funerales, la masa consistente de la familia. Volvió a palparse la corbata, comprobó el nudo: mi pelo de Sansón de seda natural, murmuró sin sonreír. Un día me compraré un collar de cuentas flick y un juego de pulseras indias y crearé un Katmandú solo para mí, con Rabindranath Tagore y Jack Kerouac jugando a la brisca con el dalai lama. Dio unos pasos hacia los despachos y vio al ayudante de notario con la camisa de fuerza sentado frente a un escritorio explicándole a un clínico invisible que le habían robado la Vía Láctea. Los policías, de pie, se inclinaban desde el parapeto de los cinturones para escuchar mejor, a la manera de vecinas que observasen desde el balcón una escena callejera. Uno de ellos, con un bloc en ristre, tomaba notas con la lengua fuera con una aplicación infantil. La vieja que levitaba en el banco se cruzó con él revoloteando con un alboroto de perdiz exhausta: olía a orina estancada, a soledad y a abandono sin jabón. Los hedores de la miseria, opinó el médico, los monótonos, ordinarios y trágicos hedores del hambre y la miseria. En la sala reservada a los tratamientos los enfermeros discutían, apoyados en la camilla, en el carrito de las vendas, en el armario de cristal de las medicinas, las curiosas peripecias de la última Asamblea General de Trabajadores, durante la cual el barbero y uno de los chóferes se habían tratado recíprocamente de hijo de puta, maricón y facha de mierda. Uno de ellos, con la jeringuilla lista, se preparaba para inyectar a un alcohólico de facciones desdeñosas que aguantaba los pantalones a la altura de las rodillas en una paciente espera de veterano de aquellas andanzas. Las piernas muy delgadas desaparecían bajo matas de pelos grises que rodeaban los testículos colgantes y vacíos y el trapo de piel arrugado del pene. Una claridad mediterránea aureolaba las rejas del balcón como si se bañasen en un acuario iluminado por la lámpara intensísima de una primavera irreal. —Buenos días, damas y caballeros, niñas y niños, respetable público —dijo el psiquiatra—. Ha llegado a mis oídos que han telefoneado allá arriba, preocupados como buenas madres que son, pidiendo los útiles servicios de un sepulturero. Soy el empleado de la agencia funeraria A Primorosa de Ajuda (cirios, velas y ataúdes) y vengo a tomar las medidas del féretro; espero, porque me he afiliado al sindicato y odio a mis patrones, que el difunto haya resucitado y salido a lanzar vivas al beato Luís Gonzaga. El enfermero de la jeringuilla, con quien solía cenar, cuando estaban ambos de turno, unas gambas malísimas que el criado compraba en una cervecería de Martim Moniz, clavó la banderilla terapéutica en el borracho para colmar sus humores momentáneamente tranquilos de marea que se prepara para el muelle de un salto, y pasó un algodón solemne de obispo administrando el bautismo por la piel de la nalga, como un buen alumno borrando de la pizarra el resultado de un ejercicio demasiado fácil para sus capacidades acrobáticas. El paciente tiró de la cinta atada a la cintura con tanta violencia que la rompió y se quedó mirando atónito el pedazo que le caía de la mano, con el asombro de un astronauta que observa un alga lunar. —Has estropeado los macarrones del almuerzo —aplaudió el enfermero, cuya reserva de ternura se ocultaba bajo un sarcasmo demasiado obvio para ser genuino. El médico había aprendido a quererlo al observar el coraje con el que combatía con los medios a su alcance la inhumana máquina de campo de concentración del hospital. El enfermero lavó la jeringuilla accionando varias veces el émbolo, la colocó en el hervidor calentado por el estrecho tulipán azul de la llama del gas y se limpió los dedos con la toalla rota ahorcada en un gancho: hacía todo esto con metódicos gestos lentos de pescador para quien el tiempo no se segmenta en horas como una regla en centímetros, sino que posee la textura continua que otorga a la vida intensidad y profundidad inesperadas. Había nacido a orillas del mar, en Algarve, y había entretenido el hambre en la infancia con vientos moros, cerca de Albufeira, donde la bajamar deja en la playa aromas dulces de diabético. El alcohólico, olvidado, comenzó a avanzar hacia el pasillo arrastrando las alpargatas informes. —Aníbal —dijo el psiquiatra al enfermero que investigaba los bolsillos de la bata en busca de cerillas a la manera de un perro que hurga pendiente del lugar donde ha enterrado un hueso precioso—, usted telefoneó allá arriba prometiendo que si yo venía aquí me daría un caramelo de fresa. Estoy cabreado con usted porque solo me gustan los de hierbabuena. El enfermero acabó encontrando las cerillas bajo la pila de circulares amontonadas en una mesa de madera blanca cuya pintura se agrietaba en escamas purulentas de caspa: —Ahí tenemos un numerito fino —dijo él frotando la cerilla en la lija con una rabia inusual—. La Sagrada Familia que quiere cargarse, por las buenas o por las malas, al niño Jesús. Solo el pendón de la madre bien vale un poema. Agárrese del pasamanos que están los tres esperándole en el despacho del fondo. El médico se fijó en un calendario de pared petrificado en un marzo antiquísimo, cuando aún vivía con su mujer y sus hijas y un velo de alegría teñía levemente cada segundo: siempre que lo llamaban al Banco visitaba aquel marzo de antaño en una especie de peregrinación desencantada, e intentaba sin éxito reconstruir días de los que conservaba una memoria de felicidad difusa diluida en un sentimiento uniforme de bienestar dorado por la luz oblicua de las esperanzas muertas. Al volverse, notó que el enfermero observaba también al calendario donde una muchacha rubia y un negro gordísimo procedían desnudos a operaciones complicadas. —¿La mujer o el mes? —le preguntó el psiquiatra. —¿La mujer o el mes qué? —respondió el enfermero. —En qué está fijando la vista —precisó el psiquiatra. —Ni en una cosa ni en la otra —explicó el enfermero—. Estaba pensando en qué hacemos aquí. En serio. Puede ser que llegue un tiempo en que esto cambie y puedan encararse las cosas con los ojos limpios. En que los sastres no estén obligados por decreto a esconder en la anchura de los pantalones los cojones de un hombre. Y comenzó a limpiar jeringuillas ya lavadas con una actividad feroz. Del Algarve un cuerno, pensó el médico, pareces un poeta neorrealista creyendo que modifica el mundo con los versos que oculta en el cajón. O, si no, eres un campesino conocedor de la ría que espera el crepúsculo para pescar con candil y lleva la linterna escondida entre las redes del barco. Y se acordó de la Praia da Rocha en agosto, en la época en que se había casado, de los peñascos esculpidos por los Henry Moore de sucesivas bajamares, de la amplitud de la arena sin marcas de pies y de cómo su mujer y él se habían sentido Robinson Crusoe a pesar de los turistas alemanes cúbicos, de las inglesas andróginas como sopranos castrados, de las viejas norteamericanas cubiertas con sombreros increíbles y de las gafas con lentes ahumadas de los chulos nacionales, latín lovers con peine de plástico en el bolsillo trasero de los pantalones, rondando nalgas con ademanes de hienas. —Colega —le dijo al enfermero—, puede ser que vivamos para eso. Pero si esperamos sentados, somos una puta mierda. Se dirigió al cuartucho del fondo con la sensación de haber sido injusto con el otro y el deseo de que él entendiese que solo había agredido la parte pasiva de sí mismo, la fracción suya que aceptaba las cosas sin luchar y contra la cual se rebelaba. ¿Me quiero o no me quiero?, pensó, ¿hasta dónde me acepto y en qué punto comienza de hecho la censura de mi protesta? Los policías, ahora fuera, se habían quitado las gorras y al psiquiatra de pronto le parecieron desnudos e inofensivos. Uno de ellos llevaba la camisa de fuerza del ayudante de notario en los brazos, apretada contra el pecho como quien sostiene la chaqueta de su sobrino a la entrada de una clase de gimnasia. En el despacho, la Familia se preparaba para la arremetida. El Padre y la Madre, de pie, flanqueaban la silla del hijo con la hostilidad inmóvil de perros de piedra de portal dispuestos a lanzar grandes ladridos de quejas irritadas. El médico rodeó en silencio el escritorio y se acercó el cenicero de vidrio, el bloc sellado del hospital, la tarjeta de la Seguridad Social y el libro en el que se registraban los pacientes, como un ajedrecista preparando las piezas para el comienzo de la partida. El Niño Jesús, rubio y con aspecto de pájaro afligido, fingía con desparpajo no darse cuenta de su presencia mirando los edificios tristes de la avenida Gomes Freiré por la ventana abierta, frunciendo los párpados sembrados de pecas transparentes. —¿Y? ¿Qué hay? —preguntó jovialmente el médico, sintiendo su pregunta como el silbato de un arbitro que diese comienzo a un juego sangriento. Si no protejo al chaval, pensó muy deprisa deslizando una mirada de soslayo hacia el chico presa de un pánico aún controlado, lo destrozan a dentelladas. Generación de coitus interruptus, reflexionó. Caramba, me hace falta el apoyo de Umberto Eco. El padre hinchó la pechera de la camisa: —Doctor—dijo con la pompa de una declaración de guerra—, debe usted saber que este canalla se droga. Y se frotaba las manos obsequiosas como si estuviese despachando un asunto con el jefe de la oficina. En el meñique con la uña larga, al lado de la alianza, llevaba un enorme anillo de piedra negra, y en la corbata de ramajes dorados tenía clavado un alfiler de coral que representaba a un futbolista del Belenenses pateando una pelotita de oro. Se asemejaba a un automóvil con muchos accesorios, mantas en los asientos, colgantes, una franja en el capó, el nombre Tó Zé pintado en la puerta. Según la credencial, era empleado de la Compañía de Aguas (un funcionario por lo menos limpio, decidió el psiquiatra) y su aliento olía a sopa de sábalo de la víspera. Ya era hora de cambiar el color de los ficheros, consideró soñadoramente el médico señalando tres paralelepípedos de metal que ocupaban con su suavidad horrenda el espacio comprendido entre la puerta y la ventana. —Un verde de estos agobiaría a un almirante, ¿no te parece? —le preguntó al muchacho, que seguía deslumbrado con las maravillas de la avenida Gomes Freiré, pero cuyos labios temblaban como el vientre de un gorrión aterrorizado. Afírmate, le aconsejó mentalmente el médico, afírmate, que eres novillo débil y la tienta aún no ha comenzado. Y cambió la posición del cenicero por la del libro en un enroque estratégico, murmurando Apriétese los machos, doña Alzira, que ahí viene la flota de la OTAN. En esto sintió un estruendo imprevisto en el secante del escritorio: la madre vaciaba el contenido de una bolsa de papel repleta de envases de medicamentos diversos bajo su nariz sorprendida, y arqueaba hacia él su cuerpo vestido con una chaqueta de leopardo de plástico, tensa de indignación furibunda. Las frases le salían de la boca como las alubias-balas del cañón de lata que le habían regalado al psiquiatra cuando era pequeño, con ocasión de una de sus numerosas anginas: —Mi hijo tiene que ser in-me-dia-ta-men-te ingresado —ordenó ella con el tono de un celador de reformatorio que se dirigiese cósmicamente al desacierto moral del Universo—. Todo esto que ve son pastillas, me ha repetido cuarto año, falta al respeto a sus padres, responde mal cuando responde, me contó la vecina de abajo que lo vieron en el Rato con una desgraciada, no sé si me explico bien, quien quiera entender que entienda. Esto a los dieciséis años, doctor, cumplidos en abril, nació por cesárea, estuvo en un tris de acabar conmigo, que hasta tuvieron que ponerme suero, fíjese. Y nosotros haciendo de todo para educarlo, gastando dinero, comprando libros, dialogando con él con pamplinas, rompiéndonos la cabeza. Dígame, ¿está de acuerdo? Y para colmo usted, doctor, que tal vez también tiene hijos, preguntándole por los ficheros. Pausa para echar aire en las boyas de las tetas entre las que se abrigaba un corazón de esmalte con la fotografía del marido subalterno de joven pero ya profusamente adornado con amuletos, y nueva zambullida en las aguas humeantes del fastidio: —Unas semanas de hospital es lo que necesita para enderezarse: yo tuve una cuñada en la tercera, conozco los métodos. Unas semanas sin salir, sin encontrarse con su pandilla, sin farmacias a mano para robar comprimidos. Es una vergüenza que nadie acabe con esto: desde que Salazar murió vamos de mal en peor. El médico se acordó de que muchos años atrás, al volver de la cena con una tía, había encontrado en el despacho de su padre a un agente de la PIDE esperando al hermano que presidía la Asociación de Estudiantes de Derecho, y del rechazo medroso que el hombre, observando los lomos de los tratados de Neurología de su padre ausente con una desenvoltura de propietario, había despertado en ellos. Solo el menor miraba al bofia sin odio, asombrado por la profanación arrogante de aquel santuario de pipas donde se entraba con la conciencia de la casi sagrada importancia del local, y rondaba admirativamente al apóstata olfateándole los gestos. De repente, al médico le apeteció agarrar la cabeza teñida de rubio de Nuestra Señora y golpearla muchas veces, sin prisa, deliberadamente, en el ángulo del lavabo a su izquierda, bajo el espejo oblicuo que, visto desde el escritorio, reflejaba un pedazo gris y ciego de pared, como si la superficie hexagonal que en tantos momentos lo había devuelto a sí mismo hubiese sido acometida por una especie de cataratas: lo perturbaba no encontrar, pegado a la pupila de cristal estañado, la curva indagadora de su sonrisa de gato de Chester. —Un hospital o una cárcel —dijo el marido de la arpía con una voz pomposa, acariciando el monstruoso alfiler de corbata—, que a nosotros nos da igual. La mujer agitó la muñeca en abanico de vendedora de castañas, como si barriese sus palabras inútiles: era ella quien conducía las operaciones y no admitía compartir el mando. Nieta de cabo de la Guardia Republicana, pensó el psiquiatra, heredera moral del trasto de sacudirle a la gente del progenitor. —Lo siento, doctor, pero tiene que resolver esto ya —dijo ella erizando el pelo postizo de la chaqueta—. Hágame el favor de quedarse con él, que no lo quiero en casa. El chico inició un movimiento que ella cortó de raíz apuntándolo con el dedo furibundo: —No me interrumpas, subnormal, que estoy hablando con el doctor. —Y al psiquiatra, definitiva—: Resuelva las cosas como mejor le parezca, pero nosotros no salimos de aquí con él. El médico adelantó el peón de una grapadora en el tablero del escritorio. Empaladas en clavos que se oxidaban, decoraban las paredes hojas de servicios, algunas con su nombre (nuestro nombre impreso deja de pertenecemos, pensó, se vuelve impersonal y ajeno, pierde la intimidad familiar de lo escrito a mano). —Esperen fuera para que yo hable con el chaval —dijo sin mirar a nadie con un tono pálido de difunto. Sus amigos evitaban discutir con él en momentos así, cuando su timbre se volvía neutro y sin color y era como si el azul de sus órbitas se vaciara de luz—. Y quiero la puerta cerrada. Puertas cerradas, puertas cerradas: el psiquiatra y su mujer dejaban siempre abierta la de la habitación de sus hijas y a veces, mientras hacían el amor, las palabras confusas de los sueños de ellas se mezclaban con sus gemidos en una trenza de sonidos que los unía de un modo tan íntimo que la certidumbre de no poder separarse nunca parecía apaciguar el temor a la muerte, sustituyéndolo por una tranquilizante sensación de eternidad: nada sería diferente de lo que entonces era, las hijas no crecerían nunca y la noche se prolongaría en un enorme silencio de ternura, con el gato hocico en alto de sueño junto a la estufa, la ropa al azar en las sillas y la compañía fiel de los objetos conocidos. Pensó en cómo en la manta de la cama se multiplicaban manchas blancas de esperma y flujos vaginales, y cómo en la almohada de su mujer había siempre marcas de rimel, pensó en la indecible expresión de ella cuando se corría o cuando, sentada sobre él, cruzaba las manos tras la nuca y giraba el cuerpo a uno y otro lado para sentirle mejor el pene, con los senos grandes balanceándose leves en el tronco estrecho. TQT, le dije sin hablar sentado en el escritorio del hospital, recuperando el morse a través del cual se comunicaban sin que nadie más los entendiese, TQT hasta el fin del mundo, mi amor, ahora que somos ya Pedro e Inés en las criptas de Alcobaça a la espera del milagro que ha de venir. Y se acordó, para huir del peligro inminente de las lágrimas, de cuando había imaginado que los cabellos de las infantas de piedra crecían hacia dentro de la cabeza en trenzas polvorientas, y que eso lo había escrito en uno de los cuadernos de poemas que periódicamente destruía como ciertos pájaros se comen a sus hijos con una crueldad nauseabunda. Detestaba cada vez más emocionarse: señal de que envejezco, comprobó, dando cumplimiento a la frase de su madre lanzada al aire de la sala con profética solemnidad: «Con una actitud así acabarás solo como un perro». Y las fotos enmarcadas parecían darle la razón en un gesto de concordancia amarillenta. El Niño Jesús, que no había parado de fijar sus ojos en el Botelho pegado al cristal de la ventana, deslizó una mirada rápida de soslayo hacia el médico y este, que regresaba de su historia interior hacia el motivo por el cual se encontraba allí, se agarró a la hostilidad del muchacho como quien salta en el último segundo al estribo de un tranvía en movimiento: —¿Qué tienes en la cocorota? —preguntó. Por el estremecimiento de la nariz se dio cuenta de que el chaval vacilaba y jugó a fondo sus cartas acordándose de las instrucciones para salvar náufragos de su infancia, carteles fijados en los vestuarios de la playa con hombres con bigote y traje de baño a rayas nadando sobre cinco columnas en prosa menuda de advertencias y prohibiciones. —Mira —le dijo al chico—, odio esto tanto como tú y no se trata de que quiera hacer de poli bueno. Ni aunque tus viejos me apuntasen con una escopeta a la cabeza, te quedarías encerrado aquí, pero sería muy buena idea que me explicases un poquito lo que te pasa: puede ser que los dos juntos comprendamos algunas minucias de esta mierda, puede ser que no, y ninguno de los dos pierde nada por probar a ver qué pasa. El pelirrojo había regresado a la contemplación de la ventana: midió en su interior lo que le habían dicho y optó por el silencio. Sus pestañas rosadas centelleaban a la luz, semejantes a los hilos de telaraña que unen las vigas de los desvanes. —Necesito que me ayudes para poder ayudarte —insistió el psiquiatra—. Cada uno por su lado no iremos lejos y te hablo sin tapujos. Estás solo y agobiado y tus padres ahí fuera deseando meterte aquí: carajo, lo único que te pido es que colabores conmigo para impedirlo y no te quedes ahí, como un hurón espantado. El Niño Jesús, con los labios apretados, seguía observando la Gomes Freiré y el psiquiatra se dio cuenta de la estupidez de seguir hablando: retrocedió el peón de la grapadora sintiendo el frío agradable del metal en la piel, apoyó las palmas en el secante verde, acabó levantándose con la obstinación de un Lázaro despertado por un Cristo inoportuno. Al salir, deslizó los dedos por el cabello del muchacho, cuyo cráneo se encogió hacia el interior de los hombros a la manera de una tortuga guareciéndose deprisa en su caparazón: por este tipo y por mí ya no hay mucho que hacer, pensó el psiquiatra, nos encontramos ambos, aunque de manera diferente, en lo más profundo de un abismo, adonde ningún brazo llega, y cuando se acabe la reserva de oxígeno adiós. Por lo menos, que yo no arrastre a nadie en la caída. Abrió la puerta de repente y se topó con los padres del chico inclinados ante la cerradura en un acecho infantil: los dos se enderezaron lo más deprisa que pudieron, recuperando a la fuerza la dignidad envarada de los adultos, y el médico los miró casi con una especie de pena, la misma que todas las mañanas lo invadía al observar su rostro barbudo y en la que apenas se reconocía, caricatura gastada de sí mismo. El enfermero, acabados los almuerzos, se acercó pegado a la pared, arrastrando las zapatillas-zuecos que solía calzar cuando estaba de servicio. El roncar próximo del alcohólico de la inyección se asemejaba al crujir rítmico de la suela húmeda. —Deben llevarse al chico de nuevo a casa —les dijo el psiquiatra a los padres del pelirrojo—. Van a llevarse a su hijo a casa, despacito y con calma, y volverán aquí el lunes para una charla larga, sosegada, que este es un asunto para hablar largo y tendido, sin prisa. Y aprovechen el domingo para mirarse hacia dentro de ustedes y del jilguero de la jaula, mirarse muy hacia dentro de ustedes y del jilguero de la jaula. Minutos después, se encontraba en el patio del hospital junto a su pequeño automóvil abollado, siempre sucio, mi minúsculo bunker ambulante, mi refugio. Cualquier día de estos, decidió, pierdo del todo la cabeza y coloco una golondrina de cerámica en el capó. CUANDO ENTRÓ EN EL RESTAURANTE, casi corriendo porque el reloj del garaje vecino marcaba la una y cuarto, ya lo esperaba su amigo al otro lado de la puerta de cristal, examinando los libros policiales que se acumulaban en una especie de estante giratorio de alambre, pino de metal abonado por un estiércol de periódicos de derechas apilados en el suelo. La empleada con cara de raposa del estanco, protegida por una muralla de revistas, ensayaba su inglés esquemático para anglos benévolos con una pareja de mediana edad que se sorprendía ante aquel argot extraño del que reconocían nebulosamente alguna que otra palabra ocasional. La raposa completaba su discurso con gran abundancia de gestos ilustrativos de títere de feria, los otros le replicaban en un morse de muecas, y el amigo, que había abandonado los libros, asistía fascinado a ese ballet frenético de seres que seguirían siendo irremediablemente extraños a pesar de sus denodados esfuerzos por encontrarse en un lenguaje común. El psiquiatra deseó con desesperación un esperanto que aboliese las distancias exteriores e interiores que separan a las personas, aparato verbal capaz de abrir ventanas matinales en las profundas noches de cada individuo, como ciertos poemas de Ezra Pound nos muestran de pronto los desvanes de nosotros mismos en el prodigio de una revelación: la certidumbre de haber encontrado a un compañero de viaje en un asiento a primera vista vacío y la alegría de una ceremonia compartida inesperada. Una de las cosas que más lo acercaba a su mujer consistía precisamente en lograr eso con ella sin necesidad siquiera de armarse de frases, la capacidad de entenderse con una rápida mirada de soslayo y que nada tenía que ver con el conocimiento mutuo porque, desde la primera vez que se encontraron fue así, entonces eran ambos aún muy jóvenes y se habían quedado fascinados con la extraña fuerza oculta de aquel milagro que no les sucedía con nadie más, unión tan perfecta y tan profunda que, pensaba, si las hijas la consiguiesen un día habría valido la pena para él haberlas generado y para ellas todos los sinsabores de la vida tendrían sentido. La mayor, principalmente, lo asustaba: temía la fragilidad de sus arranques intempestivos, sus múltiples miedos, los tensos y atentos ojos verdes en el rostro de Cranach: por estar en la guerra en África nunca la había sentido moverse en el vientre de la madre y él había representado para ella, durante meses, una foto en la sala que le señalaban con el dedo, desprovisto de relieve y de espesor de carne. En los besos fugaces que se intercambiaban vivía algo parecido a un resto de ese resentimiento mutuo, contenido a duras penas al borde de la ternura. El almirante melancólico, que arrastraba su jubilación galoneada junto al estanco del restaurante soñando con Indias trémulas a lo lejos, abrió la puerta de cristal para dejar pasar a dos individuos de aspecto respetable, ambos con gafas, uno de los cuales le decía al otro: —Le dije cuatro frescas, ya sabes cómo soy. Me fui derecho al despacho del tipo y le solté: si no me manda de vuelta a mi sección, cabrón, no le quedará un hueso sano. Me gustaría que hubieses visto a ese pedorro cagarse de miedo. ¿Qué lleva a los porteros-almirantes, pensó el médico, a cambiar el mar por restaurantes y hoteles, con puentes de mando reducidos a las proporciones de felpudos raídos, y extendiendo el hueco de la mano en pos de propinas como el elefante del Jardín estira la trompa hacia los manojos de zanahorias del cuidador? Georges, ve a ver mi país de marineros navegando en las aguas insulsas del servilismo resignado. En el bordillo de la acera los individuos con gafas hacían señas a un taxi vacío como náufragos a un barco indiferente. La pareja de mediana edad intentaba, con la ayuda del catecismo de una gramática, exclamaciones en zulú en las que resonaban, distorsionadas, semejanzas remotas con el portugués de Linguaphone del tipo El patio de mi tío es más grande que el lápiz de tu hermano. El psiquiatra, que había aprovechado la salida de los náufragos para introducirse de perfil, como los egipcios de la Historia de Matoso, en el vestíbulo de las Galerías, correspondió con una reverencia aproximativa al saludo indefinido del almirante y se sorprendió (como siempre le sucedía) de que el marino no depositase una gota de saliva en el dedo cordial y lo alzase para estudiar la dirección del viento, a la manera de los corsarios con la órbita parcheada de las películas de su infancia. Somos él y yo Sandokanes de mediana edad, pensó el médico, para quienes la aventura consiste en descifrar la página necrológica del periódico con la esperanza de que la omisión de nuestro nombre nos garantice que estamos vivos. Y vamos mientras tanto partiendo en pedazos, por fracciones, el pelo, el apéndice, la vesícula, algunos dientes, como encargos desmontables. Allí fuera el viento se deslizaba entre las ramas de los plátanos como él había tocado la cabeza del chico en el hospital, y por detrás de la Penitenciaría se acumulaba un gris espeso de amenazas. Su amigo le tocó levemente el codo: era alto, joven, un poco encorvado, y sus ojos poseían una serena suavidad vegetal. —Mi abuelo estuvo allí una porrada de meses —le informó el psiquiatra señalando con la barbilla el edificio de la prisión y el muro de cartulina a lo largo de la rúa Marqués da Fronteira, ahora sombría por la lluvia inminente—. Estuvo allí una porrada de meses después de la revuelta de Monsanto, militar monárquico, ¿entiendes?, hasta que al final firmó el Debate. Mi padre solía contarnos cómo iba a visitarlo con mi abuela a la trena y subían por la avenida en verano, abrumados por el calor, él vestido con traje de marino como un mono de organillo, ella con sombrero y sombrilla empujando su barriga encinta hacia delante como Florentino, aquel mozo de cordel, cargaba pianos por Benfica en una carretilla descomunal. No, en serio, imagínate el cuadro: la alemana de órbitas azules cuyo padre se suicidó con dos pistolas, se sentó en el escritorio y pum, y el chico ceñido con su uniforme de carnaval, dueto camino de un capitán con bigotes que bajó del Fuerte con un tipo herido a cuestas hasta topar con las escopetas de los carbonarios. No se distinguen sus facciones en las fotografías ovales de aquel tiempo ardiente, y cuando nosotros nacimos ya Salazar había transformado el país en un seminario domesticado. —Cuando yo iba al colegio —dijo el amigo—, la profesora, a quien le olían mal los pies para colmo torcidos, nos mandó dibujar los animales del Zoológico y yo hice el cementerio de los perros, ¿te acuerdas de cómo es? ¿El Alto de Sao Joáo de los caniches? A veces me da la impresión de que todo Portugal es un poco eso, el mal gusto de la saudade en diminutivo y ladridos enterrados bajo lápidas ordinarias. —A nuestro Montego la eterna saudade de su Leniña —declaró el médico. —Al querido Bijú de sus amos que nunca lo olvidan, Milu y Fernando —respondió el amigo. —Ahora —dijo el psiquiatra— sustituyen los entierros de los mastines por los agradecimientos al Divino Espíritu Santo o al Niño Jesús de Praga en el Diario de Noticias. Tierra del carajo: si el rey don Pedro volviese al mundo no encontraría en todo el reino a quién capar. Ya se nace Inválido del Comercio y reducimos las ambiciones al primer premio del sorteo de la Liga de Ciegos Joao de Deus, Ford Capri resabiado encima de una camioneta con altavoces estruendosos. El amigo rozó su barba rubia en el hombro del médico: parecía un ecologista que hubiese hecho a la burguesía la generosa concesión de una corbata. —¿Has escrito? —preguntó. Una vez al mes soltaba de repente esta pregunta aterradora, porque para el psiquiatra el manoseo de las palabras constituía una especie de vergüenza secreta, obsesión eternamente postergada. —Mientras no lo haga puedo siempre creer que si lo hiciese lo haría bien —explicó—, y compensarme así por ser un ciempiés cojo con muchas patas tullidas, ¿me sigues? Pero si comienzo un libro en serio y me sale una mierda, ¿qué disculpa me queda? —Puede no salirte una mierda —argumentó su amigo. —También puedo ganar la casa de Eva do Natal sin comprar la revista. O ser elegido papa. O marcar tiros libres con efecto en un estadio lleno. Tú tranquilo, que después de que yo muera, publicarás mis inéditos con un prefacio aclaratorio, «Fulano, tal como lo conocí». Tú serás Max Brod y podrás llamarme en la intimidad de la cama «Franz Kafka». Habían abandonado al almirante sonándose tumultuosamente con la vela del pañuelo y elegido el piso del medio, que el médico prefería por la tonalidad de incubadora de la luz, bombillas escondidas en tubos con abrazadera de latón. Las personas comían hombro con hombro como los apóstoles en la Última Cena y del otro lado de las herraduras de las barras los camareros se agitaban con un frenesí de insectos, uniformados de blanco, dirigidos por un tipo de paisano con las manos a la espalda que le recordó al psiquiatra esos inspectores de obras que presencian con un palillo en los dientes el esfuerzo de galeotes de los obreros: nunca había entendido la razón de ser de esas personas autoritarias y silenciosas observando el trabajo de los demás con pupilas de jurel, apoyados en gigantescos Mercedes azul braguita. El amigo se inclinó para coger el menú colocado en una bandeja de metal sobre frascos de mostaza y de salsas diversas (los productos de belleza del arte culinario, pensó el médico), lo abrió con unción cardenalicia, y comenzó a leer bajito el nombre de los platos con un regocijo frailesco: nunca le había concedido a nadie compartir esa operación voluptuosa, al tiempo que el psiquiatra se interesaba sobre todo por los precios, herencia de la casa de sus padres donde la sopa se multiplicaba, interminable, comida tras comida, en un prodigio aguado. Un día, siendo ya hombre, apareció una botella de vino en la mesa y la madre explicó, repartiendo sus ojos claros entre la descendencia estupefacta: «Ahora, gracias a Dios, podemos». Mi vieja, pensó, mi vieja-vieja, nunca supimos entendernos bien el uno con el otro: después del parto casi te maté de eclampsia, sacado con fórceps de ti, y desde tu punto de vista he transitado por los años a trompicones camino de una desgracia final, una desgracia cualquiera pero segura. Mi hijo mayor está loco, anunciabas a las visitas para disculpar las (para ti) extrañezas de mi comportamiento, mis inexplicables melancolías, los versos que segregaba a escondidas, capullos de sonetos para una angustia informe. La abuela a la que visitaba los domingos con la idea fija en las nalgas de la criada, y que vivía a la sombra de la gloria y de las condecoraciones de dos generales difuntos, me avisaba doloridamente a la hora del filete: «Matarás a tu madre». ¿Y te mato o me mato, vieja, que durante tanto tiempo pareciste mi hermana, pequeña, bonita, frágil, pastorcilla de vitral y bruma de Sardinha, con el horario repartido entre Proust y el París-Match, paridera de herederos machos que te dejaron intacta en lo enjuto de las caderas y en el alambre fino de los huesos? Heredé tal vez de ti el gusto del silencio, y las sucesivas barrigas no te dejaron espacio para amarme como yo necesitaba, como yo quería, hasta que al tomar conciencia de nuestra existencia, uno frente al otro, tú mi madre y yo tu hijo, era demasiado tarde para lo que, en mi forma de sentir, no había habido. El gusto del silencio y el mirarnos como extraños separados por una distancia imposible de abolir, ¿qué pensarás realmente de mí?, de mi voluntad inexpresada de entrar de nuevo en tu útero para un prolongado sueño mineral sin sueños, pausa de piedra en esta carrera que me aterroriza y que, se diría, se me impone desde el exterior, enfebrecido trote de la angustia rumbo al reposo que no hay. Me mato, madre, sin que nadie o casi nadie lo note, me columpio colgado de la cuerda de una sonrisa, lloro por dentro humedades de gruta, sudor de granito, secreta neblina en la que me escondo. Silencio hasta en la música de fondo del restaurante, pastilla Rennie en clave de sol que favorece la digestión de quien come deprisa para avestruces que comulgan con pizzas a contrarreloj, música de fondo que me recuerda siempre lenguados de fusas adhiriéndose a las arenas del pentagrama con ojitos melosos que observan saltonamente el acuario, balanceo de intestinos resignados. El amigo pudo por fin atraer el interés de un camarero que vibraba de impaciencia, espoleado por múltiples llamadas, como un caballo picado por órdenes simultáneas y contradictorias, sacudiendo las crines ralas del cabello con una indecisión compungida. —¿Qué vas a pedir? —preguntó al médico que disputaba su metro de barra a una enorme dama obesa ocupada con la pirámide de un enorme helado obeso, barroco de frutas escarchadas, con el cual se batía ferozmente a grandes golpes de cuchara: no se entendía bien cuál de los dos devoraría al otro. —Hamburguesa con arroz —dijo el psiquiatra sin mirar el misal de los pescados y las carnes en el que el latín había dado paso a un francés de cacerolas dictado por la autoridad de prima donna del cocinero—. Pemican, oh rostro pálido, mi hermano, antes de ingresar en la Pradera de las Eternas Cacerías. —Una hamburguesa y una pierna de cerdo —le tradujo el amigo al camarero casi a punto de estallar de desesperación. Un minuto más, pensó el médico, y se le abren grietas de terremoto en las mejillas y todo él se desintegra en el suelo con un fragor de derrumbe. —Síncope de edificio antiguo —dijo en voz alta—, síncope de Premio Valmor atacado de lepra y de carcoma. La señora del helado le lanzó una mirada de soslayo propia de perro vagabundo dispuesto a la refriega por temer amenazada su recogida de basura comestible: primero el chantillí y después la metafísica, reflexionó el psiquiatra. —¿Qué? —preguntó el amigo. —¿Que qué? —preguntó el médico. —Estabas moviendo la boca y no me llegó ningún sonido —dijo el amigo—. Como las beatas en las iglesias. —Estaba pensando que escribir es en parte como hacerle la respiración artificial al diccionario de Moraes, a la gramática de cuarto de primaria y a las restantes tumbas de palabras difuntas, y yo ora lleno ora vacío de oxígeno, atosigado de dudas. Frente a ellos, una muchacha bizca idéntica a un gorrión en celo susurraba risas confidenciales a un cuadragenario curvado como una concha para recibir sus carcajadas saltarinas. El psiquiatra casi apostaba que el hombre había sido cura por la ausencia de aristas de sus gestos y por la curva blanda de los labios en los que introducía trozos de pan a un ritmo regular de metrónomo, poniéndose a masticar despaciosamente con pausas desdeñosas de camello. De sus párpados bajaban miradas opacas y lentas y la muchacha bizca, maravillada, le mordisqueaba con sus dientes estropeados un pedazo de oreja a la manera de una jirafa que extendiese su gruesa lengua, por encima de las rejas, hacia las hojas de los eucaliptos. Un segundo camarero, parecido a Harpo Marx, empujó hacia los manteles de papel las lonchas de cerdo asado y la hamburguesa. Con el tenedor en ristre, el médico se sintió ternero amarrado al pesebre que compartía con otros terneros, todos aprisionados por la tiranía de sus ocupaciones, sin tiempo para la alegría y la esperanza. Trabajo, el paseo en automóvil los domingos según el inevitable triángulo Casa-Sintra-Cascais, nuevamente trabajo, nuevamente el paseo en automóvil, y esto hasta que un coche fúnebre nos coja de sorpresa en la esquina del infarto y termine el ciclo en el punto final del cementerio de los Prazeres. Deprisa, por favor, deprisa, pidió con todo el cuerpo al Dios de su niñez, barbudo coco amigo íntimo de las tías, dominio del sacristán cojo de Nelas, colombófilo divino dueño del cepillo de las limosnas y de los Santos Expeditos de los altares laterales con quien mantenía la relación desencantada de amantes que poco esperan el uno del otro. Como nadie le respondía, se comió el único champiñón que guarnecía la hamburguesa y que se asemejaba a una muela amarillenta por falta de dentífrico. Por el silencio, notó que su amigo esperaba la justificación de la llamada telefónica de la mañana con su paciencia habitual de árbol tranquilo. —Estoy tocando fondo —dijo el psiquiatra con el champiñón aún en la lengua, recordando que de pequeño, en la catequesis, le habían advertido de que era un pecado horrible hablar antes de tragar la hostia—. El fondo del fondo, joder. El fondo del fondo de los fondos. Al lado de la bizca, un caballero de cierta edad leía Selecciones mientras esperaba el almuerzo: «Yo soy el testículo de Juan». ¿Para qué querrá los testículos un individuo de sesenta años? —Estoy tocando el fondo del fondo —continuó el psiquiatra—, y no estoy seguro de poder salir de este barrizal. Ni siquiera estoy seguro de que haya alguna salida para mí, ¿entiendes? A veces oía hablar a los pacientes y pensaba en cómo aquel tipo o aquella tipa se metían en el pozo y yo no veía la forma de sacarlos de ahí debido al poco alcance de mi brazo. Como cuando de estudiantes nos mostraban a los cancerosos en las enfermerías aferrados al mundo por el ombligo de la morfina. Pensaba en la angustia de aquel tipo o de aquella tipa, sacaba remedios y palabras de consuelo de mi espanto, pero nunca pensé que un día llegaría a engrosar esas filas porque yo, joder, tenía fuerza. Tenía fuerza: tenía mujer, tenía hijas, el proyecto de escribir, cosas concretas, boyas para mantenerme a flote. Si la ansiedad me acuciaba un poco, por la noche, ¿sabes?, iba a la habitación de las niñas, a aquel desorden de trastos infantiles, las veía dormir, me serenaba: me sentía apuntalado, ah, apuntalado y a salvo. Y de repente, carajo, mi vida se volvió del revés, me vi como una cucaracha patas arriba, sin apoyos. Nosotros, ¿entiendes?, quiero decir ella y yo, nos queríamos mucho, seguimos queriéndonos mucho y la cagada es que yo no pueda ponerme otra vez derecho, telefonearla y decirle Vamos a luchar, porque tal vez he perdido las ganas de luchar, los brazos no se mueven, la voz no suena, los tendones del cuello no sujetan la cabeza. Cono, eso es lo único que quiero. Creo que nosotros dos hemos fallado por no saber perdonar, por no saber aceptarnos del todo, y mientras tanto, en herir y en ser herido, nuestro amor (es bueno decirlo así: nuestro amor) resiste y crece sin que hasta hoy ningún viento lo apague. Es como si solo pudiese amarla de lejos con las ganas que tengo, carajo, de amarla de cerca, cuerpo a cuerpo, que en eso ha consistido nuestro combate desde que nos conocemos. Darle lo que hasta hoy no he sabido darle y hay en mí, congelado aunque respirando siempre, semillita escondida que aguarda. Lo que desde el principio quise darle, quiero darle, la ternura, ¿entiendes?, sin egoísmo, la vida cotidiana sin rutina, la entrega absoluta de un vivir compartido, total, cálido y sencillo como un polluelo en la mano, animal pequeño asustado y trémulo, nuestro. Se calló con un nudo en la garganta mientras el caballero de Selecciones, después de doblar una página antes de cerrar la revista, echaba el contenido de un sobre de azúcar, con golpecitos cautelosos, en la ictericia de la infusión. La dama obesa había vencido por fin al helado y cabeceaba levemente con una saciedad de boa. Tres adolescentes miopes deliberaban sobre los filetes respectivos, mirando de reojo a una pelirroja solitaria con el cuchillo suspendido en el aire como la pata levantada de una cigüeña, entregada a meditaciones indescifrables. —Ninguno de vosotros conseguirá a nadie semejante —dijo el amigo apartando el plato vacío con el dorso de la mano—, ninguno conseguirá a nadie tan el uno para el otro como vosotros, tan de acuerdo el uno con el otro, pero tú te castigas y te castigas con una culpabilidad de alcohólico, te encerraste como un idiota en Estéril, desapareciste, nadie te ve, te esfumaste en el aire. Sigo esperándote para que acabemos el trabajo sobre acting-out. —Estoy vacío de ideas —dijo el médico. —Estás vacío de todo —respondió el amigo—. ¿Por qué no te das de una vez por todas con la cabeza contra una pared? El psiquiatra se acordó de una frase de su mujer poco antes de separarse. Estaban sentados en el sofá rojo de la sala, bajo un grabado de Bartolomeu que a él le gustaba mucho, mientras el gato buscaba un espacio tibio entre las caderas de ambos, y en eso ella fijó en él sus grandes y resueltos ojos castaños y afirmó: «No tolero que te abandones, juntos o separados, porque creo en ti y aposté por ti a pie juntillas». Y se acordó de cómo eso lo había incentivado y le había dolido y de cómo había ahuyentado al animal para abrazar el cuerpo estrecho y moreno de su mujer, repitiendo TQT, TQT, TQT, con una emoción compungida: ella había sido la primera persona en amarlo entero, con el peso enorme de sus defectos dentro. Y la primera (y la única) que lo había estimulado a escribir, pagara el precio que pagase por esa casi tortura sin finalidad aparente de meter un poema o una historia en un cuadrado de papel. Y yo, se preguntó, ¿qué hice yo verdaderamente por ti, en qué intenté, de verdad, ayudarte? ¿Contraponiendo mi egoísmo a tu amor, mi desinterés a tu interés, mi retirada a tu combate? —Soy un miedica pidiendo socorro —le dijo al amigo—, tan miedica que no me sostengo en las piernas. Pidiendo una vez más la atención de los demás sin dar nada a cambio. Lloro lágrimas de cocodrilo gilipollas que ni a mí me ayudan y tal vez solo estoy pensando en mí. —Intenta ser un hombre para variar —respondió el amigo enganchando al hermano Marx por la manga para pedirle un café doble—. Intenta ser un hombre aunque sea un poquito: puede ser que te sostengas en el columpio. El médico miró hacia abajo y se dio cuenta de que no había tocado la hamburguesa. La vista de la carne con la salsa, endurecida y fría, encendió en él una especie de mareo angustioso que le subió como un torbellino desde las tripas hacia la boca. Se apeó del asiento como de una montura difícil, de repente excesivamente móvil, conteniendo el vómito a costa de los músculos de la barriga, con las manos abiertas sobre la boca, aturdido. Pudo llegar a los aseos e, inclinado hacia delante, comenzó a devolver entre arcadas, en el lavabo más cercano a la puerta, restos confusos de la cena de la víspera y del desayuno de esa mañana, pedazos blancuzcos y gelatinosos que se escurrían, repulsivos, por el desagüe. Cuando consiguió dominarse lo suficiente para lavarse la boca y las palmas, vio en el espejo que el amigo, detrás de él, miraba su cara hundida de palidez, deformada aún por el sofocón y los retortijones. —Eh, tío —le dijo a la imagen reflejada, ángel tutelar de su angustia inmóvil sobre un fondo de azulejos—, coño de tu madre, culo de vieja babosa, cojones del padre Inácio, es realmente muy jodido ser hombre, ¿no? LAS NUBES QUE FORMABAN COMO UN GORRO de dormir sobre la silueta de cartón recortado de la Penitenciaría extendían la sombra oscura hasta el centro del Parque, mientras el médico se dirigía al automóvil que, como de costumbre, no se acordaba bien de dónde lo había dejado estacionado, en algún sitio bajo el verde dorado de los plátanos que bordeaban el enorme espacio central abierto hasta el río en una amplitud sin majestad. Un grupo de gitanos acuclillados en la acera discutía a gritos la posesión de un reloj de pared decrépito, cuyo péndulo agónico oscilaba como un brazo caído de una camilla, soltando de vez en cuando un tictac exhausto de último suspiro. No era aún la hora en que los homosexuales poblaban los espacios entre los árboles con sus siluetas expectantes, acariciados por coches que los rozaban lánguidamente a la manera de grandes gatos ávidos, tripulados por señores que envejecían así como se marchitan las violetas, con una dulzura pesarosa. El psiquiatra había tenido allí su primer encuentro con una prostituta que ocupaba a grandes pasos propietarios ocho metros de caliza, majestuosa con sus perlas falsas y con pavorosos anillos de cristal, heroína de Aljubarrota que lo había salvado a golpes de bolso de las sonrisas de sirena de un par de travestís ceñidos con rasos rojos, con botas de soldado en los pies, furrieles que redondeaban la paga con medias jornadas de carnaval, a fin de arrastrarlo autoritariamente hacia una habitación sin ventanas con grabados de frailes borrachos en las paredes y el retrato de Cary Grant en el óvalo de ganchillo de la cómoda. Dividido entre la timidez y el deseo, el médico presenciaba en calcetines, abrazado a la ropa que no sabía dónde dejar, la metamorfosis de aquella Mata-Hari de pacotilla en un ser semejante al monstruo de tetillas hercúleas que rasgaba guías telefónicas en el circo, cuando paseaba por la playa, en verano, a los tigres sarnosos de su miseria de lentejuelas sin brillo. La mujer se introdujo en las sábanas como una loncha de fiambre entre las dos mitades de un pan, y él, atónito, se acercó hasta tocar con miedo la colcha a la manera de quien palpa con los juanetes, en actitud de ballet friolero, la temperatura de la piscina. La tulipa del techo revelaba el planisferio de continentes desconocidos que la humedad dibujaba en la caliza. El grito impaciente Es para hoy, ¿no? lo arrojó sobre la cama con la vehemencia sin réplica de un puntapié oportuno, y el psiquiatra perdió la virginidad al penetrar, todo él, en un gran túnel peludo, hundiendo la nariz en la almohada sembrada de horquillas de pelo como un árbol de Navidad con copos de algodón, al que se adherían escamas de caspa idénticas a grandes láminas grasientas. Dos días después, goteando en los calzoncillos una cera que escocía, obtuvo, a través de las inyecciones del farmacéutico, la certidumbre de que el amor es una enfermedad peligrosa que se cura con una caja de ampollas y lavados de permanganato tibio en el bidé de la criada, para hurtar la vehemencia de las pasiones a la curiosidad interrogativa de su madre. Pero a esa hora inocente de la tarde el Parque se poblaba solo de japoneses joviales saludándose unos a otros con un lenguaje de periquitos, a quienes los gitanos intentaban endilgar el reloj de pared con la determinación de quien lanza paladas de maicena a la garganta de niños contumaces, y los japoneses, sorprendidos, miraban aquel extraño almacén de minutos cuyo péndulo pendía de una portezuela de cristal como el corazón rodeado de espinas de los Cristos de las estampas, como si observasen, entre la curiosidad y el asombro, a un antepasado de facciones vagamente semejantes a las de los ovnis cromados que les enviaban centelleando mensajes luminosos en las muñecas estrechas. El psiquiatra se sintió de repente prehistórico junto a esos seres cuyos ojos oblicuos eran lentes de Leika y cuyos estómagos habían sido sustituidos por carburadores de Datsun, para siempre libres de accesos de acidez y de gases que oscilaban entre el suspiro y el eructo: no sé si son borborigmos o tristeza, pensaba muchas veces cuando se le hinchaba el pecho y le llegaba a la boca el globo de un chicle sin chicle evaporándose por los labios con un silbidito de cometa, y atribuía por comodidad al esófago lo que en realidad provenía de la confusión de su angustia. Encontró el automóvil comprimido por dos camionetas enormes, elefantes de marfil que albergasen libros de tía abuela sosteniendo a regañadientes un folleto irrisorio: Un día de estos me compro un camión de dieciséis ruedas y me transformo así en una persona resuelta, decidió el médico entrando en el coche minúsculo, con el salpicadero repleto de casetes que no sonaban y con cajas de medicamentos que habían superado hacía mucho la fecha de caducidad: conservaba tales inutilidades como otros guardan en el cajón el frasquito con las piedras de la operación de la vesícula, con la esperanza conmovedora de balizar el pasado con aquello que la vida abandona en los márgenes de su curso, y pasaba de cuando en cuando los dedos por las medicinas como los árabes acarician sus cuentas misteriosas. Yo soy un hombre de cierta edad, citó él en voz alta como siempre le ocurría cuando Lisboa, en un gesto meditativo de langosta de vivero, apretaba sus pinzas en torno a los tendones del cuello, y casas, árboles, plazas y calles penetraban tumultuosamente en su cabeza a la manera de un cuadro de Soutine bailando un charlestón carnívoro y frenético. Girando el volante hacia uno y otro lado, como una rueda de timón, se escabulló de los hipopótamos dormidos de las camionetas alzando desde el río del asfalto los ojos perezosos de los faros, mamíferos tripulados por viajantes locuaces que recorrían la provincia en safaris en que las aldeas indígenas daban paso a templetes afligidos por soriasis de herrumbre, alrededor de los cuales unos viejos con bastón escupían con autoridad entre las botas de piel de carnero, e ingresó en el sendero de hormigas sollozado del tráfico, dirigido desde el fondo por los guiños de ojo sin sensualidad del semáforo. El verde luminoso se asemejaba al color de los iris de la hija mayor cuando sonreía de placer bajo sus cabellos rubios en desorden, minúscula hechicera cabalgando en la escoba de cebra de madera del tiovivo durante viajes de una alegría exultante: el psiquiatra la hallaba entonces mucho mayor de lo que en realidad era, y se sentía, apoyado en la balaustrada de hierro, pagando melancólicamente al camarero, un caballero anciano tropezando en sus calzoncillos en dirección a la meta próxima del cáncer de próstata y de la última algalia, pobres girándulas finales de los destinos anónimos. Con el motor del coche tartamudeando según los espasmos de indigestión de una larga hilera de capós, iba buscando en los premios Valmor barrocos de las esquinas, reducidos Jerónimos que escondían en su interior dinastías de coroneles en la reserva y de octogenarias pomposas, el consultorio del dentista: no trabajaba los viernes por la tarde y hacía lo posible por amueblar el largo túnel hueco de los fines de semana con pequeñas actividades marginales, así como las tías ocupaban el espacio confortable de las mañanas visitando, armadas de rosarios, buenas palabras y monedas de cinco tostones, lo que denominaban con orgullo propietario como «nuestros pobrecitos», mujeres acomodaticias a quienes el coco inquietante del Comunismo no había asaltado aún con peligrosas dudas acerca de la virtud de la Santita. El médico las había acompañado algunas veces en esos raids siniestro-piadosos («No se acerque mucho a ellos, que pueden pegarle alguna enfermedad») de los que conservaba el recuerdo punzante del olor al hambre y a la miseria, y de un paralítico que rastreaba en el barro entre las chabolas, con la mano extendida hacia las tías que le aseguraban, misal en ristre, los faustos de la eternidad con la condición esencial de respetar escrupulosamente las obras de plata de nuestra familia. En el regreso a casa, el psiquiatra era a su vez catequizado («Niño, reza para que no haya una revolución, que esa gentuza es muy capaz de matarnos a todos»), mientras le explicaban que Dios, ser conservador por excelencia, aseguraba el equilibrio de las instituciones ofreciendo a quien no tenía criado óptimas tisis galopantes que ahorraban el pesar cotidiano de los trabajos domésticos y de los calores de la menopausia, ondas escarlatas que les hacían recordar el hecho vergonzoso de poseer bajo las faldas las exigencias, presentes aunque moribundas, de un sexo. Y le vino a la cabeza que, cuando comenzó a masturbarse, su madre, intrigada, fue a mostrarle al marido una mancha en los calzoncillos, a consecuencia de lo cual recibió convocatoria formal para presentarse en el despacho, altar mayor de la casa donde su padre estudiaba interminablemente, con la pipa en las encías, enfermedades extrañas en libros alemanes. Ser llamado al despacho constituía por sí solo el acto más solemne y terrible de su infancia, y se penetraba en el augusto local con las manos cruzadas a la espalda y la lengua trabándose ya de disculpas, con una resignación de ovillo en el matadero. El padre que escribía sobre una tabla en las rodillas deslizó hacia él una mirada severa como un vestido negro en el que se entreveía el encaje de la falda bajo una especie de comprensión furtiva, y dijo con la hermosa voz profunda con la que recitaba los sonetos de Antero durante las anginas de sus hijos, sentado en el borde de la cama, con el libro en la mano, solemne como si cumpliese un ritual inciático: «A ver si tienes un poco más de cuidado y te lavas». Y fue la primera vez, pensó el médico, en que se dio cuenta físicamente de que su padre había sido joven, y se enfrentó, mirando su cara delgada y seria, labrada de huesos, y las órbitas agudas de un pardusco fosforescente, con la evidencia angustiosa de tener a su vez que tropezar de metamorfosis en metamorfosis hacia el insecto perfecto que no alcanzaría nunca. No voy a ser capaz no voy a ser capaz no voy a ser capaz, se repetía inmóvil en la alfombra del despacho, mirando la silueta de cuáquero de su padre, inclinado ante el papel con desvelos de bordadora. El futuro se le aparecía bajo la forma de un desagüe oscuro y ávido dispuesto a absorber su cuerpo por la garganta oxidada, trayecto en tropel de sumidero en sumidero rumbo al mar intratable de la vejez, dejando en la arena de la bajamar los dientes y los cabellos de las decrepitudes sin majestad. El retrato de su madre sonreía en el estante con brillos metálicos de rosetón, como si la mañana de su alegría atravesase a duras penas el vitral pálido de los labios: tampoco ella lo había conseguido, oscilando indecisa entre la canasta y Eça y perdiéndose sola en un rincón de sofá en meditaciones enigmáticas, y acaso con los demás, el resto de la tribu, había sucedido lo mismo, solitarios aunque no solos, irremediablemente separados por el infinito de la desesperanza. Volvió a ver a su abuelo en el balcón de la casa de Nelas, en aquellas tardes de Beira en que el crepúsculo extiende sobre la sierra brumas lilas de película bíblica, observando los castaños con la amargura de un almirante en lo alto de un barco que naufraga, volvió a ver a su abuela paseando hacia atrás y hacia delante en el pasillo la fiebre de la energía inútil en cuya llama ardía, a los tíos que la vida cotidiana había plastificado, la resignación tibia de las visitas, el silencio que cubría de repente el rumor de las conversaciones y durante el cual las personas se agitaban, aterradas, presas de miedos que no llegaban a expresarse. Quién era capaz, se preguntó el psiquiatra buscando lugar para el coche cerca del consultorio del dentista y aparcándolo marcha atrás junto a una tienda mugrienta asesinada en su arroz y en sus patatas por un supermercado gigantesco que ofrecía a los visitantes fascinados comida norteamericana ya masticada, envuelta en el celofán de la voz de Andy Williams evaporándose en alientos seductores de altavoces sabiamente dispuestos, ¿quién era capaz de ofrecerse a sí mismo de sí mismo el perfil propio de un gimnasta rumano inmóvil en el aire en un ejercicio de anillas, soltando vahos de polvo de talco de los sobacos de Tarzán? Tal vez yo esté muerto, pensó, sin duda me he muerto, así que nada importante puede ocurrirme ya, solo la gangrena royendo el cuerpo por dentro, la cabeza hueca de ideas, y allá arriba, en la superficie, la mano blanda del viento agitando, a la búsqueda, las copas de los cipreses, en un temblor de hojas de periódico viejo que se arruga. En el pasillo del consultorio el zumbido de la broca se cernía invisible en la penumbra con insistencias de moscarda, buscando el terrón de azúcar de una muela desprevenida. La empleada delgaducha y pálida como una condesa hemofílica le extendió los dedos transparentes desde el otro lado del mostrador: —¿Se siente un poquito mejor, doctor? Pertenecía a la clase de portugueses que transforman los acontecimientos de la vida en una sucesión estremecedora de diminutivos: la semana anterior, el médico había seguido agobiado el relato minucioso de la gripe del hijo de la empleada, niño perverso que solía entretenerse con las clavijas de la centralita, desviando hacia Boston o hacia Nepal los aullidos de dolor de los abscesos lisboetas: «Tuvo un dolorcito en la barriguita, le puse el termómetro bajo el bracito, los ojitos del niño, pobrecito, no se imagina lo inflamaditos que estaban, se pasó una semana a calditos de pollito, incluso pensé en telefonear a su padrecito, doctor, nunca se sabe a esa edad si le puede afectar a la cabecita, ahora gracias a Dios se ha recuperado, le prometí una velita a santa Filomena, lo dejé sentadito en la camita, tranquilito, jugando a ser recepcionista, ya que no puede atender aquí hace como que atiende allá, incluso al ingeniero Godinho, aquel señor fuerte muy simpático y no exagero, que llamó porque le molestaba la muela del juicio, le extrañó no oír a mi Edgarziño, estaba habituado a él, llegó a decirme ¿Y el chaval, doña Delmira?, Si Dios quiere ya estará aquí la semana que viene, señor ingeniero, le dije yo, no porque sea mi hijo, que me da corte, pero no sabe usted, doctor, qué bien se le dan los auriculares, seguro que cuando tenga unos años más entrará en la Marconi, mi hermana repite siempre Nunca he visto a nadie como Edgar Filipe, ella lo llama Edgar Filipe, que es su nombre completo, Edgar por su padre y Filipe por su padrino, nunca he visto a nadie como Edgar Filipe para la centralita, y es verdad, mi hermana está casada con un electricista y esas cosas no se le escapan, que Nuestra Señora no permita que la gripe le afecte sus oiditos. No quiero ni pensarlo porque me desmayo, estoy tomando Effortil, fíjese, el médico de la Seguridad Social me ha advertido Cuide su tensión, señora, en los riñones no tiene nada pero cuide su tensión, en fin, que le damos una cita para el viernes, doctor». Este tipo de charla de carabela de filigrana, pensó el psiquiatra, me provoca la exaltación admirativa que me despiertan los tapetes de ganchillo y las pinturas de tiovivo, amuletos de pueblo que agoniza en un paisaje resignado de gatos en alféizares de planta baja y de urinarios subterráneos. El propio río llega a suspirar al fondo de los retretes su asma sin grandeza: doblado el cabo Bojador, el mar se ha vuelto irremediablemente gordo y manso como los perros de las porteras, rozándonos los tobillos con la sumisión irritante de los lomos de los castrados. Temiendo una nueva descripción de infortunios de salud, el médico desapareció en la gruta de la sala de espera como un cangrejo amenazado por una camaronera tenaz. Allí, una pila de revistas misioneras amontonadas junto a la lámpara de hierro forjado que difundía a su alrededor una luz filtrada de órbita bizca, le aseguraba la paz inocente de un padrenuestro zulú. Acomodando la cadera en el sofá de cuero negro gastado por las incontables caries que lo habían precedido, caballo embalsamado en forma de silla y tal vez capaz de tres o cuatro coces torponas, extrajo de la pila de periódicos virtuosos los restos de un semanario con una monja mestiza riéndose en la portada y en el que un cura escocés narraba, en un largo artículo ilustrado con fotos de cebras, la fructífera evangelización de una tribu de pigmeos, dos de los cuales, el diácono M'Fulum y el subdiácono T'Loclu, preparaban hoy en Roma la tesis revolucionaria que establecía la altura exacta del arca de Noé a partir del cálculo de la altura media de los cuellos de las jirafas: la etnoteología derribaba el catecismo. Dentro de poco, un canónigo de Arabia Saudí demostrará que Adán era un camello, la serpiente un pipeline y Dios Padre un jeque con gafas Ray-Ban dirigiendo cardúmenes de ángeles eunucos desde el paraíso de su Mercedes de seis puertas. Por momentos, el psiquiatra pensó que el Aga Kan constituía en realidad la encarnación de Jesucristo, vengándose de las penurias del Calvario al bajar esquiando las montañas suizas en compañía de Miss Filipinas, y los verdaderos santos los individuos bronceados que anuncian paquetes de Rothman's King Size en actitudes viriles de poscoito triunfal. Se comparó mentalmente con ellos, y el recuerdo del bulto que entreveía de cuando en cuando, por sorpresa, en los espejos de las cafeterías, delgado, frágil, y poseedor de una especie de gracia inacabada, lo hizo enfrentarse por enésima vez con la amargura de su origen eterno, prometido a un futuro sin gloria. Un dolor constante le atormentaba la muela. Se sentía solo e inerme ante un ajedrez insensato cuyas reglas desconocía. Necesitaba con urgencia una educadora infantil que le enseñase a andar, inclinando ante él sus senos generosos y ardientes de loba romana contenidos por el tejido suave al tacto de un sostén de color rosa. Nadie lo esperaba en ninguna parte. Nadie se preocupaba en especial por él. Y el sofá de cuero se convirtió en su balsa de náufrago a la deriva por la ciudad desierta. Esta vertiginosa certidumbre de vacío que lo visitaba con más frecuencia en las horas matinales, cuando se reagrupaba penosamente en torno a sí mismo con los movimientos pegajosos y grasientos de explorador que regresa de recorridos estelares para encontrarse, legañoso, en dos metros de sábanas en desorden, se disolvió un poco al oír unos pasos que se acercaban por el pasillo del consultorio, saludados por la voz de la hemofílica («Buenas tardes, señorita Edite, tiene que esperar un ratito en la sala») saliendo del cubículo con el murmullo de rezo lloroso de quien recita el Corán desde la rendija de una mezquita. Alzando el mentón desde los pigmeos iluminados por el ejemplar tránsito espiritual de san Luis Gonzaga, vio a una muchacha pelirroja que fue a sentarse en la silla paralela a la suya, en el lado opuesto a la lámpara, y que después de una primera mirada de soslayo evaluadora, breve y atenta como la lengua de un proyector, fijó en él sus ojos claros con el movimiento de pestañas con el que se posan las tórtolas en los codos de las estatuas. En el edificio de enfrente una mujer muy gorda sacudía una alfombra entre geranios, mientras que el vecino de arriba, en camiseta, leía el periódico deportivo en el balcón, sentado en una silla de lona. Eran las dos y cuarto de la tarde. La muchacha pelirroja sacó del bolso un libro de la colección Vampiro marcado con un billete de metro, cruzó las piernas como las hojas de una tijera sobreponiéndose, y la curva de su empeine se asemejaba al de las bailarinas de Degas suspendidas en gestos a un tiempo instantáneos y eternos, envueltos en el vapor de algodón de la ternura del pintor: siempre hay quien se extasía cuando las personas vuelan. —Hola —dijo el médico en el tono con que Picasso debió de haberse dirigido a su paloma. Las cejas de la muchacha pelirroja se juntaron una con otra hasta formar el acento circunflejo del tejado de un quiosco que las ramas de plátano de los mechones sueltos tocaban levemente: —No sabía yo que los dolores de muelas hablaban —dijo ella. Tenía el timbre de voz que uno imagina en Marlene Dietrich en su juventud. —No me duele ninguna muela porque las tengo todas postizas —informó el médico—. Solo vengo a cambiarlas por barbas de tiburón para tragar mejor los peces del acuario de mi madrina. —Yo he venido a asesinar al dentista —declaró la muchacha pelirroja—. Acabo de descubrir la receta en Perry Masón. En la etapa del instituto resolvías exactamente en un santiamén las ecuaciones de segundo grado, pensó el psiquiatra, a quien asustaban las mujeres pragmáticas: su dominio había sido siempre el del sueño confuso y divagante, sin tabla de logaritmos que lo descodificase, y le costaba hacerse a la idea de una ordenación geométrica de la vida, dentro de la cual se sentía desorientado como hormiga sin brújula. De ahí su sensación de existir solo en el pasado y de que los días se deslizasen marcha atrás como los relojes antiguos, cuyas agujas se desplazan al revés en busca de los difuntos de los retratos, lentamente aclarados por el resucitar de las horas. Los abuelos de Brasil extendían fuera del álbum las barbas amarillas, faldas con miriñaque se hinchaban en los cajones de las fotografías, primos lejanos, con polainas, conversaban en la sala, el señor Barros e Castro recitaba a Gomes Leal con una entonación preciosa. ¿Cuántos años tengo?, se preguntó él procediendo a la periódica comprobación de sí mismo que le permitía un entendimiento precario con la realidad exterior, sustancia viscosa en la que se hundían sus pasos, perplejos, sin destino. Las hijas, el carnet de identidad y el puesto en el hospital lo anclaban aún a lo cotidiano pero con hilos tan finos que seguía al pairo, semillita peluda de soplo en soplo, vacilante. Desde que se separó de su mujer, perdió lastre y sentido: los pantalones le sobraban en la cintura, le faltaban botones en los cuellos, comenzaba poco a poco a asemejarse a un vagabundo asocial en cuya barba bien cuidada se detectaban las cenizas de un pretérito decente. Últimamente, observándose al espejo, creía que sus propias facciones se deshabitaban, los pliegues de la sonrisa daban lugar a las arrugas del desaliento. En su rostro había cada vez más frente: dentro de poco se haría la raya en la oreja y cruzaría sobre la calva seis o siete hebras pegajosas de fijador, en una ilusión ridícula de juventud. Se acordó de repente del suspiro añorante de su madre: «Mis hijos son así de guapos hasta los treinta años». Y deseó desesperadamente volver a la línea de partida, en que las promesas de victoria no solo se permiten sino que son por fuerza deseables: el campo de los proyectos que no se realizan nunca era un poco su patria, su barrio, la casa cuyos mínimos rincones conocía de memoria, las sillas cojas, los insectos, los olores íntimos, las tablas que crujían. —¿Quiere cenar conmigo esta noche? —le preguntó a la muchacha pelirroja que se esmeraba en sus intenciones criminales a través de las mediocres deducciones de Perry Masón, alineando en el tribunal silogismos de implacable estupidez. La hemofílica lo llamó desde el pasillo: tomó nota apresuradamente del número de teléfono en un trozo de papel arrancado de la página de la revista misionera en la que un grupo de sacristanes caníbales comulgaban con disimulo y evidente apetito («¿A las siete? ¿A las siete y media? ¿Sale de la peluquería a las siete y media?») y se dirigió hacia la sala del dentista imaginando muslos pelirrojos estirados en las sábanas con el abandono contento de después del amor, el pubis pecoso, el olor de la piel. Se sentó en la silla de los suplicios, rodeada de tenebrosos instrumentos, brocas, ganchos, estiletes, hierros, una encía en un plato, entregado a la excitante tarea de imaginar el apartamento de ella: cojines en el suelo, libros del Círculo de Lectores en los estantes, bibelots de mujer que solo recuperase la inocencia a través de animalitos de peluche, fotografías celebrando idilios difuntos, una amiga con gafas y mala catadura discutiendo a la Izquierda entre volutas antiburguesas de humo de cigarrillos Tres Vintes. En sus accesos de misoginia, el médico solía clasificar a las mujeres según el tabaco que consumían: la raza Marlboro-que-no-sea-de-contrabando leía a Gore Vidal, pasaba el verano en Ibiza, consideraba a Giscard d'Estaing y al príncipe Felipe muy atractivos y la inteligencia un extraño fastidio; el tipo Marlboro-de-contrabando se interesaba por el diseño, el bridge y Agatha Christie (en inglés), frecuentaba la piscina de Muxaxo y consideraba la cultura un fenómeno vagamente divertido cuando iba acompañado por la afición al golf; el género SG-Gigante apreciaba a Jean Ferrat, Truffaut y el Nouvel Observateur, votaba Socialista y mantenía con los hombres relaciones al mismo tiempo emancipadas e iconoclastas; la clase SG-Filtro tenía el póster del Che Guevara en la pared de la habitación, no conseguía dormir sin comprimidos y acampaba los fines de semana en la laguna de Albufeira conspirando acerca de la creación de un núcleo de estudios marxistas; el estilo Portugués-Suave no se pintaba, se cortaba las uñas a ras, estudiaba Antipsiquiatría y sufría pasiones oblicuas por cantantes de protesta feos, con camisa de Nazaré desabrochada y nociones sociales perentorias y esquemáticas; por fin, el lumpen del tabaco de liar languidecía al son de los Pink Floyd en tocadiscos a pilas junto a la Suzuki del amigo de ocasión, adolescentes haciendo propaganda de los amortiguadores Koni en las espaldas de las cazadoras de plástico. Al margen de esta taxonomía simplificada, se situaba el grupo de la Boquilla, menopáusicas dueñas de boutiques, de anticuarios y de restaurantes en Alfama, tintineantes con sus pulseras marroquíes, salidas directamente de los esfuerzos de los institutos de belleza a los brazos de hombres demasiado jóvenes o demasiado viejos, que les ajardinaban las melancolías y las exigencias en dúplex de Campo de Ourique, inundados por la voz de Ferré o de los muñecos de Rosa Ramalho, y donde las luces indirectas teñían los senos gastados con una penumbra púdica y favorable. Tú, pensó él refiriéndose a su mujer mientras el dentista, especie de Mefistófeles sarcástico, apuntaba a sus pupilas una tremenda luz de cuadrilátero de boxeo, tú, pensó, escapaste siempre a la burla y a la ironía con las que intento esconder la ternura de la que me avergüenzo y el afecto que me asusta, tal vez porque desde el principio te habías dado cuenta de que bajo el desafío, la agresividad, la arrogancia, se ocultaba una llamada afligida, un grito de ciego, la mirada desgarradora de un sordo que no entiende y busca en vano descifrar, en los labios de los demás, las palabras apaciguadoras que necesita. Viniste siempre sin que te llamase, acompañaste siempre mi sufrimiento y mi pavor, crecimos codo con codo aprendiendo el uno con el otro la comunión del aislamiento compartido, como cuando me fui, bajo la lluvia, hacia Angola, y tus ojos secos se despidieron sin hablar, piedras oscuras guardando dentro una especie de zumo de amor. Y recordó el cuerpo echado en la cama en las tardes de Marimba, bajo los mangos enormes plagados de murciélagos que esperaban la noche colgados por los pies a la manera de paraguas carnívoros (ángeles de los ratones, los llamaba una amiga), y a la hija mayor, que entonces comenzaba a andar, tropezando hacia ellos agarrada a las paredes. No aguantamos muchos desafíos, pensó el psiquiatra en el instante en que el dentista le enganchaba el aspirador en la comisura de los labios, no aguantamos muchos desafíos y acabamos casi siempre huyendo aterrados de la primera dificultad que aparecía, vencidos sin combate, perros flacos que rondan traseras de hotel con el trote menudo del hambre que busca saciarse. El sonido de la broca que se acercaba con una ferocidad de avispa lo despertó a la realidad del dolor inminente cuando aquel minúsculo Black and Decker le tocase la muela. El médico sujetó los brazos de la silla con ambas manos, apretó los músculos de la barriga, cerró los párpados con fuerza y, tal como solía hacer frente al sufrimiento, la angustia y el insomnio, se dedicó a imaginar el mar. FUERA, LAS CALLES SEGUÍAN con una acera al sol y otra a la sombra como cojos con zapatos desiguales, y el médico se demoró en la puerta del consultorio palpando sus mandíbulas doloridas para comprobar que seguía existiendo de los ojos para abajo: desde que viera en África órbitas de cocodrilo a la deriva en el río, en busca de los cuerpos que perdieron, temía soltarse de sí mismo para flotar, sin lastre de intestinos, en torno a los ciegos que desafinan las esquinas con sus acordeones reumáticos de Chopin del pasodoble. Esta ciudad que era suya le ofrecía siempre, a través de sus avenidas y sus plazas, el rostro infinitamente variable de una amante caprichosa que los árboles oscurecían con el cono de sombra de los remordimientos melancólicos, y le ocurría tropezar con los Neptunos de los lagos como un borracho se encuentra, al desasirse de una farola, con el mentón feroz de un policía sin humor, culturalmente alimentado por los errores de gramática del cabo de la comisaría. Todas las estatuas apuntaban el dedo hacia el mar, invitando a la India o a un suicidio discreto, según el estado de ánimo y el nivel del deseo de aventura en el depósito de la infancia: el psiquiatra observaba los remolcadores-mozos de cordel empujando enormes pianos-petroleros, y delegaba en ellos el esfuerzo de cuerpo y espíritu que había desistido de hacer, sentado en el interior de sí mismo como los esquimales viejos abandonados en el hielo, vaciados de sentimientos por la agonía boreal que los habita. Al volver de la guerra, el médico, habituado mientras tanto al bosque, a las haciendas de girasol y a la noción de tiempo paciente y eterna de los negros, en que los minutos, repentinamente elásticos, podían durar semanas enteras de tranquila expectativa, había tenido que recurrir al penoso esfuerzo de acomodación interior a fin de reacostumbrarse a los edificios con azulejos que constituían sus chozas natales. La palidez de las caras lo impulsaba a diagnosticar una anemia colectiva, y el portugués sin acento le surgía tan desprovisto de encanto como una vida cotidiana de oficinista. Individuos ceñidos por cilicios de corbatas se agitaban a su alrededor en minucias agrias: el dios Zumbí, señor del Destino y de las Lluvias, no había pasado el ecuador, seducido por un continente donde hasta la muerte poseía la impetuosa alegría de un parto triunfal. Entre la Angola que había perdido y la Lisboa que no había recuperado, el médico se sentía dos veces huérfano, y esta condición de desterrado había seguido prolongándose dolorosamente porque muchas cosas se habían alterado en su ausencia, las calles se doblaban en codos imprevistos, las antenas de televisión espantaban a las palomas en dirección al río obligándolas a un fado de gaviotas, arrugas inesperadas otorgaban a la boca de las tías expresiones de Montaignes desilusionados, la multiplicación de acontecimientos familiares lo empujaba a la prehistoria del folletín del que solo dominaba los accidentes paleolíticos. Primos que había abandonado en pantalones cortos farfullaban en sus barbas incipientes una revuelta que lo trascendía, se rememoraba a difuntos que había dejado coleccionando las obligaciones del Tesoro hacia las cuales habían desplazado el apetito infantil de amontonar papayas: en el fondo era como si, a través de él, se repitiese un fray Luís de Sousa con blazer. De modo que en las tardes libres cabalgaba en el pequeño automóvil abollado y procedía con método a la verificación de la ciudad, barrio por barrio e iglesia por iglesia, en peregrinaciones que terminaban invariablemente en la Rocha do Conde de Óbidos, de la cual había salido un día hacia la aventura impuesta y con la que mantenía, a pesar de todo, la intimidad respetuosa y masoquista que las víctimas reservan a los verdugos jubilados. El consultorio del dentista estaba situado en una zona de Lisboa nada singular, como una dieta de hepatitis, donde los vendedores de flores dejaban en la acera los cestos de sus primaveras moribundas difundiendo en el aire una atmósfera de velatorio, recordándole la noche en que fue a cenar cerca del castillo de San Jorge, en un restaurante francés en que el precio de los platos obligaba a consumir las pastillas para la acidez que la suavidad del solomillo reducía. Eran los santos populares y la ciudad se vestía de una especie de carnaval místico-profano idéntico a una mujer desnuda en la que centelleasen joyas de cristal: alientos de marchas burbujeaban en los canalones, notarios fúnebremente divertidos invadían Alfama con ademanes de Drácula. La plaza del restaurante, suspendida sobre el río a la manera de un zeppelín de casas bajas, retorcidas de cólicos como en los cuadros de Cézanne, se poblaba de árboles concentrando en sí una inmensa cantidad de tinieblas, sombras que el viento hacía murmurar como calderilla en el bolsillo, monedas de ramas y de hojas preñadas de pájaros que dormían. Ingleses delgados como signos de exclamación sin vehemencia desembarcaban de taxis en cuyos motores ronroneaban vocaciones de traineras contrariadas. Entre las redes del ruido se presentía la textura cóncava del silencio, el mismo que habitaba, amenazador, el temor a la oscuridad heredado de los pánicos de la infancia, y el psiquiatra, intrigado, buscaba su origen de ventana en ventana hasta encontrar, en la planta baja, una puerta abierta hacia una sala vacía, sin grabados ni cortinas, solo amueblada con un esquife cubierto con una tela negra, apoyado sobre dos bancos, y con una mujer de mediana edad con las lágrimas detenidas en las mejillas, criatura del acorazado Potemkin, estatua trágica del disgusto. Tal vez la vida sea esto, pensó el médico saltando un cesto de crisantemos para alcanzar el coche ahogado en corolas como un cadáver de comendador, un difunto en el centro y san Antonio en torno, el hueso de la tristeza rodeado de la pulpa jovial de sardinas asadas y cohetería, y sintió que el dolor de muelas despertaba en él las imágenes groseras de Modas & Bordados que constituían el verdadero fondo de su alma: cuando estaba compungido reaparecían, intactos, el mal gusto, la fe en el Señor de los Pasos y el deseo de volverse marsupial en un regazo cualquiera, materiales genuinos que persistían bajo el barniz del desdén. Encendió el motor para evadirse de su isla de pétalos mustios, desde la cual saltó como un delfín en un lago con un sollozo de bielas, y bajó hacia Martim Moniz esparciendo tallos, idéntico a la Venus de Boticelli reelaborada por Cesário Verde: El sentimiento de un occidental era un poco su ropa interior, calzoncillos de alejandrinos nunca quitados, ni siquiera para los minutos ardientes de una relación furtiva. La avenida Almirante Reis, eternamente gris, lluviosa y triste al sol de julio, balizada alternativamente por vendedores de periódicos e inválidos, avanzaba hacia el Tajo entre dos encías de edificios cariados, como un caballero incómodo en sus zapatos nuevos ajustados hacia la parada del tranvía. Embaucadores de ojo avizor endilgaban relojes de contrabando en las terrazas a las que los limpiabotas, acuclillados en orinales de madera, otorgaban una dimensión insólita de guardería. En cafés gigantescos como piscinas vacías, unos desempleados solitarios aguardaban el Juicio Final frente a galones de café inmemoriales y a tostadas prehistóricas, congelados en actitud de espera. Salones de peluquería habitados por cucarachas proponían a las amas de casa con falta de imaginación soluciones capilares imprevistas, a las que mercerías polvorientas darían el toque final con sostenes de encaje, mosquiteros torácicos capaces de rejuvenecer con erecciones formidables veinticinco años de resignación conyugal. Al psiquiatra le gustaban las pequeñas transversales que alimentaban aquel río majestuoso y lento de quincallerías suplementarias y de zapaterías suburbanas, empujando hacia Baixa un universo provinciano, pedazos de la Póvoa de Santo Adriáo a la deriva por Lisboa, cervecerías inesperadas alfombradas con altramuces: respiraba mejor lejos de las grandes tiendas, de los dependientes eficaces mejor vestidos que él, de los regicidas a caballo gesticulando ímpetus de bronce. De pequeño se entretenía largas horas en la carbonería próxima a la casa de sus padres, donde un titán tiznado fabricaba briquetas y amenazaba a su mujer con tareas monstruosas, y le ocurría durante el almuerzo dejar suspendido el tenedor para oír el eco sordo de esos amores enérgicos: si pudiese elegir se atrincheraría sin duda tras cómodas chabacanas y búcaros con rosas de plástico y, en caso de estar enfermo, exigiría que perfumasen el oxígeno hospitalario con ajo. En la praça da Figueira, donde la existencia próxima de las gaviotas se comienza a sospechar por el desasosiego de los gorriones, del mismo modo que la sombra de una sonrisa anuncia una reconciliación inminente, la muela había dejado por completo de dolerle, domesticada por las maniobras del dentista, que la había reducido a la mediocridad del anonimato: en aquel profesional de la broca había algo de celador de colegio, dispuesto a ablandar a palos las veleidades de los originales. Don Juan IV, héroe problemático, miraba con sus órbitas huecas una hilera de balcones, oficinas de sucursales surcadas por el moho, el tabaco frío y la humedad. Se adivinaban cisternas que no funcionan tras cada pared, inválidos del comercio en cada adolescente hirsuto, menopausias desesperadas en las mujeres-policías. El médico llegó a rúa do Ouro, aséptica de cambistas, recta como las intenciones de un canónigo virtuoso, y se dirigió al aparcamiento junto al río, donde, desde siempre, había paseado su soledad, porque pertenecía a la clase de personas que solo saben sufrir encima de sus medios. Ahí, en un banco de tablas, había leído a Marco Aurelio y a Epicteto varias tardes para conjurar un distante amor perdido. Las olas se le enroscaban en los pies con una fraternidad canina, y era como si pudiese lavarse de las injusticias del mundo a partir de los tobillos. Inmovilizó el automóvil al lado de una caravana con matrícula de Alemania, en cuya suciedad se descifraban estremecimientos de aventura templados por el recato doméstico de las cortinas con cuentas, y bajo el cristal para oler el agua lodosa donde hombres y mujeres, enterrados hasta las rodillas, llenaban con cebos latas oxidadas. Los segadores de la bajamar, se dijo, garzas que crió el fascismo, aves zancudas del hambre y la miseria. Le vinieron a la memoria los versos de Sophia Andersen en un plegarse de venas en batalla: Esta gente cuyo rostro A veces luminoso Y otras veces tosco Ora me recuerda a esclavos Ora me recuerda a reyes Hace renacer mi afán De lucha y de combate Contra la serpiente y la cobra Contra el cerdo y el milano. El tráfico se entrecortaba a su espalda, empujado por las mangas imperiosas de los agentes encaramados en peanas de circo, domadores dotados de gestos aéreos de bailarines. Tiendas de pájaros revoloteaban entre casas de comida y droguerías con manojos de escobas colgados del techo como frutos peludos, y algunas buhardillas subían también, verticalmente, al cielo, gracias al batir, como plumas remeras, de la ropa que se secaba de balcón a balcón, alas de camisas descoloriéndose contra las mejillas de las fachadas. Los musgos marinos verdeaban el edificio macizo del Arsenal, añorante de imposibles naufragios. Más lejos, un cementerio extendía el mantel blanco de las tumbas semejantes a dientes de leche sobre una línea de árboles y de agujas de iglesias: las cuatro de la tarde crecían en los relojes municipales, cuyas campanadas se dirían contemporáneas de Fernao Lopes, tranquilas como las tragedias muertas. Los trenes del Cais do Sodré arrastraron hacia Estoril a los primeros jugadores y a los últimos turistas, noruegos con el índice perdido en el mapa de la ciudad, y las calles y el río comenzaban a confluir en la misma paz de verano, horizontal, que las fabricas de Barreiro coloreaban con humo rojo obrero, anticipación del poniente. Un barco de carga subía por la barra perseguido por una corona de gaviotas voraces, y el psiquiatra pensó en cómo a sus hijas les gustaría estar allí con él en aquel momento, agitándose en una lluvia de preguntas extasiadas. El deseo de verlas se mezcló poco a poco con los cuerpos de los segadores de la margen, llamándose a gritos que llegaban a él distorsionados o ahogados por la refracción del aire, reducidos a centelleos de ecos que el viento moldeaba como velos de sonidos, con el peso de Lisboa pegado a sus espaldas a la manera de una joroba de edificios, y los perros vagabundos husmeando en vano por los alrededores el mensaje de orina del pequinés ideal. Los minúsculos rostros de ellas poseían el doloroso contorno de su remordimiento, que los fines de semana intentaba en vano sobornar con una permisividad excesiva y una ternura viscosa, rey mago pródigo en bombones que no le exigían. Saber que por la noche no estaría con ellas para el beso del adiós, vencido ya por la laxitud del sueño, que no iría de puntillas a ahuyentar sus malos sueños susurrándoles al oído las palabras de amor del vocabulario secreto común al Pato Donald y a Blancanieves, que por la mañana su ausencia en la cama de matrimonio se había transformado en un hábito aceptado sin sorpresa, lo volvía culpable del pavoroso crimen de abandonarlas. Solo podía, durante la semana, acecharlas a hurtadillas como un espía, ser el José Matias de dos Elisas irremediablemente perdidas, que proseguían trayectorias divergentes de la suya, minúsculas parcelas de su sangre que acompañaba, desgarrado, desde una distancia cada vez mayor. Seguro que su deserción las había decepcionado y confundido, que esperaban aún su regreso, los pasos en la escalera, los brazos abiertos, la risa de antaño. La frase del cura remolineó en espiral por su cabeza —Lo único que me da pena son tus hijas. Cargada de la emoción contenida con la que se adivinaba en él el pudor del afecto que solo después de la adolescencia había aprendido a conocer y a admirar, y se sintió vil y maligno como un animal enfermo, reducido a las asfixiantes proporciones de un presente sin futuro. Había hecho de la vida una camisa de fuerza en la que se le hacía imposible moverse, atado por las correas del disgusto de sí mismo y del aislamiento que lo impregnaba de una amarga tristeza sin mañanas. Un reloj cualquiera marcó las cuatro y media: si conducía bastante deprisa llegaría a tiempo para la salida del colegio, acto liberador por excelencia, victoria de la risa sobre la estupidez cansada: algo en él, surgido de lo más remoto de la memoria, insistía en asegurarle, contrariando el terrible peso oficial de las tablas, que existe una pizarra en cualquier parte, quién sabe si en el desván del desván o en el sótano del sótano, donde se afirma que dos y dos no son cuatro. OCULTO POR EL ARCA FRIGORÍFICA de helados ronroneando somnolencias de oso polar contra el escaparate de una cafetería, el psiquiatra, agachado, acechaba el portal del colegio en la actitud de un piel roja que aguarda, detrás de su peñasco, la llegada de los exploradores blancos. Había dejado el fiel caballo negro trescientos o cuatrocientos metros más arriba, cerca del bosque de Benfica y de sus tórtolas obesas, halcones reciclados por la necesidad de supervivencia ciudadana que obliga al Gran Manitú a disfrazarse, él mismo, de Señor de los Pasos, y había ido rastreando de plátano en plátano, observado con asombro por los vendedores ambulantes de monederos y de cordones, hermanos guerreros cuya actividad bélica se reducía a fugas atropelladas cuando se acercaba la policía, empujando las bandejas con las baratijas inútiles de las cabelleras arrancadas. Ahora, al abrigo de los helados de chocolate, escrutando el horizonte de la calle con pupilas de águila miope, el médico lanzaba al aire de la pradera las señales de humo de un cigarrillo nervioso que traducía, sílaba a sílaba, la dimensión de su ansiedad. En el edificio de enfrente de aquel en que se escondía, vivía entre gatos y fotografías dedicadas de obispos en boga una tía vieja acompañada por la criada tuerta, venerables squaws de la tribu familiar, visitadas en Navidad por excursiones de parientes incrédulos, sorprendidos por sus combativas longevidades. Secretamente, el psiquiatra no les perdonaba el hecho de que sobreviviesen a la abuela a la que había querido mucho y cuyo recuerdo aún lo enternecía: cuando se sentía más bajo de ánimo iba a su casa, entraba en la sala, informaba sin vergüenza: «Vengo para que me haga caricias». Y posaba su cabeza en el regazo para que los dedos de ella, al tocarle la nuca, apaciguasen sus rabias sin motivo y el deseo ávido de ternura: de los dieciséis años en adelante las únicas alteraciones importantes de las que tomaba conciencia consistían en la muerte de las tres o cuatro personas que nutrían un afecto constante por él, un afecto a prueba de los giros de sus caprichos. Su egoísmo medía la pulsación del mundo según la atención que recibía: había despertado demasiado tarde para los otros, cuando la mayor parte le había dado la espalda, hastiados de la estupidez de su arrogancia y del sarcasmo desdeñoso en el que cristalizaban la timidez y el miedo. Desprovisto de generosidad, de tolerancia y de dulzura, solo se preocupaba por que se preocupasen por él, haciendo de sí mismo el tema único de una sinfonía monótona. Llegaba a preguntar a sus amigos cómo podían existir lejos de su órbita egocéntrica, de la que las novelas y poemas que perpetraba sin escribir formaban como una prolongación narcisista sin conexión con la vida, arquitectura hueca de palabras, diseño de frases vacías de emoción. Espectador extasiado de su propio sufrimiento, proyectaba reformular el pasado cuando no era capaz de luchar por el presente. Cobarde y vanidoso, evitaba mirarse a los ojos, entender su realidad de cadáver inútil, iniciar el angustioso aprendizaje de estar vivo. Racimos de madres de su edad (hecho que seguía sorprendiéndolo por la dificultad en reconocer que envejecía) comenzaban a agruparse en el portal del colegio con una agitación de gallinas ponederas, y el médico pensó en subir al piso de la tía vieja donde, atrincherado detrás del retrato del Cardenal Patriarca que se parecía a un payaso rico, lograría observar la salida de clase desde un ángulo fácil de francotirador, disparando nostalgia por los dobles cañones de las ojeras. Pero la órbita ciega de la criada, que lo perseguiría implacablemente de gato en gato y de obispo en obispo, escrutando su interior a la luz lechosa de las cataratas, lo obligó a desistir de su proyecto de Oswald: se sabía demasiado frágil para soportar un interrogatorio silencioso contrabalanceado por las manifestaciones de júbilo de las viejas, que insistirían sin duda en repetirle por enésima vez la historia tormentosa de su nacimiento, niño violáceo sofocado de secreciones junto a la progenitora con eclampsia. Resignado a la trinchera de la cafetería, cuya máquina de café relinchaba vapor por los ollares impacientes de purasangre de aluminio, apoyó los codos en el iceberg eléctrico del arca frigorífica como un esquimal abrazado a su iglú, y siguió esperando al lado de un mendigo sin piernas, sentado en una manta, que extendía dos dedos a la altura de las rodillas ajenas. Como en África, pensó, exactamente como en África, aguardando la llegada milagrosa del crepúsculo en el corro de Marimba, mientras las nubes oscurecían Cambo y Baixa do Cassanje se poblaba con el eco de los truenos. La llegada del crepúsculo y la del correo que traía la columna, tus largas cartas húmedas de amor. Tú enferma en Luanda, la pequeña lejos de ambos, y el soldado que se suicidó en Mangando, se acostó en el dormitorio colectivo, apoyó el arma en el mentón, dijo Buenas noches y había pedazos de dientes y de hueso clavados en el zinc del techo, manchas de sangre, carne, cartílagos, la mitad inferior de la cara transformada en un agujero horrible, agonizó cuatro horas con sobresaltos de rana, extendido en la camilla de la enfermería, el cabo sujetaba el farol de queroseno que lanzaba en las paredes grandes sombras confusas. Mangando y los ladridos de los licaones en las tinieblas, perros esqueléticos con orejas de murciélago, madrugadas de estrellas desconocidas, el jefe de la aldea Dala y sus mellizos enfermos, el pueblo para la consulta en los escalones del puesto tiritando por el paludismo, senderos destruidos por la violencia de la lluvia. En una ocasión estábamos sentados después del almuerzo cerca de la alambrada, en aquella especie de lápida funeraria con los escudos de los batallones pintados, y en eso apareció por la carretera de Chiquita un despampanante coche norteamericano cubierto de polvo con un señor calvo dentro, un simple civil, ni de la PIDE, ni administrativo, ni cazador, ni brigada de la lepra, sino un fotógrafo, un fotógrafo provisto de esas máquinas con trípode de las playas y las ferias, inverosímil de tan arcaica, proponiéndose hacerles una foto a todos, separados o en grupo, regalos para enviar por carta a la familia, recuerdos de la guerra, sonrisas desvaídas del exilio. No había comida para bebés en Malange y nuestra hija volvió a Portugal delgada y pálida, con el color amarillento de los blancos de Angola, herrumbrosa de fiebre, un año durmiendo en cama de rafia junto a nuestras camas de cuartel, estaba haciendo una autopsia al aire libre, debido al olor, cuando me llamaron porque te habías desmayado, te encontré exhausta en una silla hecha con tablas de barrica, cerré la puerta, me acuclillé a tu lado y repetí llorando Hasta el fin del mundo, hasta el fin del mundo, hasta el fin del mundo, certero en la certidumbre de que nada podía separarnos, como una ola hacia la playa en tu dirección va mi cuerpo, exclamó Neruda y era así con nosotros, y es así conmigo solo que no soy capaz de decírtelo o te lo digo si no estás, te lo digo solo ebrio del amor que te tengo, nos herimos demasiado, nos lastimamos, intentamos matarnos dentro de cada uno, y a pesar de eso, subterránea e inmensa, la ola continúa y como hacia la playa en tu dirección el trigo de mi cuerpo se inclina, espigas de dedos que te buscan, intentan tocarte, se aferran a tu piel con la fuerza de las uñas, tus piernas estrechas me aprietan la cintura, subo la escalera, levanto el pestillo, entro, el colchón conoce aún mi manera de dormir, cuelgo la ropa en la silla, como una ola hacia la playa como una ola hacia la playa como una ola hacia la playa en tu dirección va mi cuerpo. Teresa, la criada, apareció por la avenida Grao Vasco donde las hojas de las moreras transforman el sol en una lámpara verde de acuario, centelleante de reflejos tamizados, de tal modo que las personas dan a veces la sensación de flotar en la luz en la actitud sin aristas de los peces, y pasó junto a él con su paso lento de vaca sagrada que endulzaba su sonrisa desprovista de crueldad. Si Teresa no me ha visto nadie me ve, pensó el médico apoyándose más en el iceberg hasta sentir en la barriga el contacto liso del esmalte: un pequeño esfuerzo suplementario y atravesaría la pared del arca frigorífica, capullo en el que las larvas humanas corren el riesgo de metamorfosearse en cassatta siciliana: ser comido con cuchara en una cena de familia se le antojó de pronto un destino agradable. El mendigo de la manta, que contaba sus beneficios, creyó adivinar sus intenciones: —Si vas a mangar uno, pilla otro para este menda. Que sea de vainilla, así no me jode la úlcera. Una señora que abandonaba la cafetería con un paquete suspendido de cada dedo observó asustada a aquella extraña pareja de facinerosos que tramaban un siniestro robo de helados, y se alejó corriendo en dirección a Damaia con el temor, tal vez, de que la amenazásemos con pistolas de caramelo. El mendigo, en quien vivía un esteta, observó con agrado la vastedad de sus muslos. —Un pandero de primera. Y autobiográfico: —Antes del accidente me comulgaba a una todos los domingos. Gachís del Arco do Cegó por una bicoca, que las furcias ahora están peores que el bacalao. Un alboroto de niños junto al portal del colegio anunció al psiquiatra el final de las clases: el mendigo se revolvió, disgustado, en su manta: —Los cabrones de los chavales me roban más de lo que me dan. Y el médico pensó si esta frase irritada no contenía en sí los gérmenes de una verdad universal, lo que lo llevó a mirar a su compañero ocasional con un respeto nuevo: Rembrandt, por ejemplo, no acabó mucho más próspero, y nadie está libre de encontrarse con un Pascal en el cobrador del agua: Antonio Aleixo vendía cupones, Camóes escribía cartas en la calle para los que no sabían leer, Gomes Leal componía alejandrinos en el papel sellado del notario con el que trabajaba. Decenas de premios Nobel con vaqueros desafían a la policía en las manifestaciones maoístas: en esta época extraña la inteligencia parece estúpida y la estupidez inteligente, y resulta saludable desconfiar de ambas por cuestión de prudencia, tal como, de chico, le aconsejaban alejarse de los señores excesivamente amables que abordan a los niños por la verja de los institutos con un brillo extraño en las gafas. La acera se llenaba de alumnos pastoreados por las manos que los arreaban hacia casa como los vendedores de pavos de la praça da Figueira en la víspera de la Navidad, y el médico pensó con melancolía en lo difícil que es educar a los adultos, tan poco atentos a la importancia vital de un chicle o de una caja de plastilina, y tan preocupados por la niñería idiota de los buenos modales en la mesa, adorando escribir mensajes obscenos en el mármol de los urinarios y detestando inofensivas rayas a lápiz en la pared de la sala. El mendigo, que sin duda entendería esas y otras elucubraciones, guardaba lo recaudado en el bolsillo del chaleco, a salvo de las garras rapaces de los estudiantes, y echaba mano de un certificado de tuberculosis para atraer a su favor a los contribuyentes indecisos. En ese momento vio a sus hijas en medio de un grupo de niñas uniformadas con falda a cuadros, el pelo rubio y lacio de la mayor, los rizos castaños de la menor, abriéndose camino una detrás de la otra hacia Teresa, y sus intestinos, de repente demasiado grandes para su ombligo, se hincharon con los champiñones de la ternura. Le apetecía correr hacia ellas, cogerlas de la mano e irse juntos los tres, como al final del Grand Meaulnes, camino de gloriosas aventuras. El futuro en panavisión se extendía frente a él, real e irreal como una historia de hadas alfombrada por la voz de Paul Simón: We were married on a rainy day The sky was yellow And the grass was grey We signed the papers And we drove away I do it for your love The rooms were musty And the pipes were old i1 All that winter we shared a cold Drank all the orange juice That we could hold I do it for your love Found a rug In an old junk shop And I brought it home to you Along the way the colours ran The orange bled the blue The sting of reason The splash of tears The northern and the southern Hemispheres Love emerges And it disappears I do it for your love I do it for your love. Teresa puso en la cabeza de cada una de ellas una gorra roja y blanca, y el psiquiatra se dio cuenta de que la menor llevaba su muñeca favorita, esa criatura de trapo con los ojos dibujados al azar en la esfera calva de la cara, y cuya boca se abría con una mueca patética de rana: dormían juntas en la cama y mantenían relaciones complejas de parentesco que debían de evolucionar según el humor de la chiquilla y que yo advertía confusamente a través de misteriosas frases ocasionales que me exigían perpetuos ejercicios de imaginación. La mayor, que se caracterizaba por una visión angustiada de la existencia, sostenía con las cosas inanimadas el combate de Charlot contra las ruedas dentadas de la vida, precozmente prometida a una victoriosa derrota. Con retortijones de amor, el médico tenía la impresión de haber adquirido a favor de ellas un seguro de sueño, cuyos intereses pagaba bajo la forma de los gases de su colitis y de los proyectos paralizados en que languidecía: la esperanza de que llegasen más adelante que él lo llenaba del júbilo de los pioneros, confiado en que sus hijas perfeccionarían la pobre marmita de Papin de sus deseos, estornudando por las rendijas artesanales desilusiones de humo. Teresa se despidió de una compañera de armas que aguantaba en las piernas la agresión clasista de un chico en el que se esbozaba un gestor, y comenzó a avanzar con las niñas en dirección a la avenida, acuario de edificios trémulos de la sombra luminosa de los árboles. The sting of reason The splash of tears The northern and the southern Hemispheres Love emerges And it disappears I do it for your love I do it for your love. Encorvado como el poeta Chiado en su banco de bronce, el médico podría haberlas tocado cuando casi lo rozaron camino de casa, con los ojos fijos en un pato de hierro a la entrada de una tabaquería, que por veinticinco tostones oscilaba y se sacudía en un galope epiléptico. Tosió de emoción y el mendigo, sarcástico, volvió hacia él su cráneo hirsuto bañado en una risa feroz: —¿Qué? ¿Te excitan, cachondo? Y por segunda vez en ese día, el psiquiatra tuvo ganas de vomitarse a sí mismo, largamente, hasta quedar vacío de todo el lastre de mierda que llevaba. EL MÉDICO APARCÓ EL COCHE en una de las callejuelas que salen del Jardim das Amoreiras a la manera de las patas de un insecto cuyo caparazón fuese de césped y árboles, y se encaminó hacia el bar: tenía dos horas libres antes de la sesión de análisis y había pensado que tal vez se distraería de sí mismo observando a los demás, sobre todo la especie de los demás que se miran al espejo dentro de vasos de whisky, peces de las seis de la tarde en su acuario de alcohol, cuyo oxígeno es el anhídrido carbónico de las burbujitas del agua del Castillo. ¿Qué hacen por la mañana, pensaba, las personas que frecuentan los bares? Y se le ocurrió que al acercarse el final de la noche los bebedores debían de evaporarse en la atmósfera enrarecida de humo como el genio de la lámpara de Aladino, hasta que a la llegada del nuevo crepúsculo recuperaban carne, sonrisa y gestos demorados de anémona, los tentáculos de los brazos se extendían hacia el primer vaso, la música comenzaba otra vez a sonar, el mundo ingresaba en los carriles de costumbre, y grandes pájaros de porcelana alzaban vuelo desde el cielo de fórmica de la tristeza. Los arcos de piedra por encima del jardín poseían la curva exacta de cejas asombradas por encontrarse allí, junto a la confusión de hormiguero anárquico del Rato, y el psiquiatra tuvo la sensación de que era como si un rostro de muchos siglos estuviese examinando, sorprendido y grave, los columpios y el tobogán que había entre los árboles y que nunca había visto utilizar por ningún niño, abandonados como los tiovivos de una feria difunta: no sabía explicar la razón, pero el Jardim das Amoreiras se le antojaba siempre algo solitario y sumamente melancólico, incluso en verano, y ello desde los años remotos en que iba allí una hora por semana a recibir lecciones de dibujo de un individuo gordo que vivía en un segundo piso repleto de aviones de plástico en miniatura: las inquietudes de mi madre, reflexionó el médico, las eternas inquietudes de mi madre respecto a mí, su permanente temor a verme un día recogiendo trapos y botellas en los cubos de basura, con un saco a cuestas, transformado en advenedizo de la miseria. Su madre creía poco en él como individuo maduro y responsable: tomaba todo lo que él hacía como una especie de juego, y aun en la relativa estabilidad profesional de su hijo sospechaba la engañadora tranquilidad que precede a los cataclismos. Solía contar que había acompañado al médico con ocasión del examen de ingreso en el instituto Camóes, y que, al mirar por la ventana de la sala, había visto a todos los chicos inclinados ante la prueba, concentrados y atentos, a excepción del psiquiatra, que, con el mentón hacia arriba, completamente ajeno, estudiaba distraído la lámpara del techo. «Y por ese ejemplo me di cuenta enseguida de cómo iba a ser su vida», concluía la madre con la sonrisa triunfalmente modesta de los Bandarras con puntería. Para quedarse en paz con su conciencia, no obstante, se esforzaba en combatir lo ineluctable solicitando todos los años al director del curso que colocase a su hijo en un pupitre de la primera fila, «incluso frente al profesor», para que el médico bebiese a la fuerza los efluvios de la descomposición de los polinomios, la clasificación de los insectos y otras nociones de utilidad indiscutible, en lugar de los versos que escribía a escondidas en los cuadernos de los resúmenes. La carrera del psiquiatra, sembrada de peripecias, había adquirido para ella las proporciones de una guerra tormentosa, en que las promesas a Nuestra Señora de Fátima alternaban con los castigos, los suspiros de dolor, las profecías trágicas y las quejas a las tías, testigos desolados de tanta infelicidad, que se consideraban siempre personalmente afectadas por el más insignificante seísmo familiar. Ahora, mirando la ventana del tercer piso del profesor de dibujo, el médico se acordaba de su espectacular suspenso en la prueba práctica de anatomía, en la que le habían pasado un frasco viscoso con la arteria subclavia dentro, pintada de rojo entre una maraña de tendones descompuestos, de cómo el formol de los cadáveres le irritaba los párpados y cómo, después de pesar en la balanza de la cocina los cuatro tomos del tratado sobre huesos y músculos y articulaciones y nervios y vasos y órganos, se había dicho a sí mismo frente a aquellos seis kilos ochocientos gramos de ciencia compacta: «Ni borracho me pongo a estudiar esta mierda, coño». Por aquella época pensaba en la composición de un largo poema malísimo inspirado en el Pale fire de Nabokov, y creía que había en él la amplia fuerza del Claudel de las Grandes odes templada por la contención de T. S. Eliot: la ausencia de talento es una bendición, comprobó; solo que nos cuesta habituarnos a eso. Y asumida su condición de hombre común reducido a los raros vuelos de perdiz de una poesía ocasional, sin la giba de la inmortalidad pegada a las espaldas, se sentía libre para sufrir sin originalidad y eximido de rodear sus silencios con la muralla de la taciturna inteligencia que asociaba al genio. El psiquiatra rodeó el Jardim das Amoreiras junto a las casas para aspirar el olor del sol en las fachadas, la claridad que la cal bebía como los frutos la luz. En una pared a la que se adherían restos de carteles como mechones ralos a una nuca calva, leyó escrito a carbón: EL PUEBLO HA LIBERADO AL CAMARADA HENRIQUE TENREIRO Y la sigla de los anarquistas por debajo, irónica A inserta en un círculo. Un ciego que circulaba delante de él golpeaba la acera con el bastón con un ruido de castañuelas indecisas: ciudad muerta, pensó el médico, ciudad muerta en tumba con azulejos esperando sin esperanza a quien ya no vendrá: ciegos, jubilados y viudas, y Salazar que si Dios quiere no ha expirado. Había un enfermo en su hospital, un alentejano muy serio y muy comedido, el señor Joaquim, siempre con sombrero blando en la cabeza y un mono impecable, que estaba en comunicación permanente y directa con el antiguo presidente del consejo a quien llamaba respetuosamente «nuestro profesor» y de quien recibía órdenes secretas para la conducción de los negocios públicos. Guardia republicano en un pueblo perdido de la planicie, apuntó un día la escopeta contra sus coterráneos, pretendiendo obligarlos a construir una prisión de Caxias de acuerdo con las instrucciones que nuestro profesor le susurraba al oído. De cuando en cuando, el psiquiatra recibía cartas del pueblo del señor Joaquim, firmadas por el cura o el jefe de bomberos, pidiendo que no liberasen a aquel aterrador emisario de un fantasma. Una mañana, el médico llamó al señor Joaquim a su despacho y le dijo lo que los enfermeros no se atrevían a decirle: —Señor Joaquim, nuestro profesor falleció hace más de un mes y medio. Incluso publicaron su foto en el periódico. El señor Joaquim fue hasta la puerta para asegurarse de que nadie los escuchaba, volvió adentro, se inclinó ante el psiquiatra y lo informó con un susurro: —Todo ha sido una farsa, doctor. Pusieron ahí a uno parecido a él y la Oposición se tragó el anzuelo: hace apenas un cuarto de hora me nombró ministro de Hacienda, fíjese. Nuestro profesor les toma el pelo a todos. Salazar, pedazo de cabrón que nunca acabas de morir, pensó él en ese momento, sentado ante el escritorio, enfrentándose con la obstinación del señor Joaquim: ¿cuántos señores Joaquim había dispuestos a seguir ciegamente a un antiguo seminarista torpe con alma de gobernanta de abad contando monedas en la despensa? En el fondo, meditaba el médico rodeando el Jardim das Amoreiras, Salazar espichó, pero de su barriga salieron cientos de pequeños Salazares dispuestos a prolongar su obra con el celo sin imaginación de los discípulos estúpidos, cientos de pequeños Salazares igualmente castrados y perversos, dirigiendo periódicos, organizando comicios, conspirando en los escondrijos de sus doñas Marías, vociferando en Brasil el elogio del corporativismo. Y esto en un país donde hay tardes así, perfectas de color y luz como un cuadro de Matisse, bellas de la rigurosa belleza del monasterio de Alcobaça, en un país de cojones negros que el Estado Novo quiso esconder bajo faldas de sotana, oh, Mendes Pinto: y con muchos avemarías y muchos cañones nos fuimos hacia ellos y en un santiamén los matamos a todos. Entró en el bar con el espíritu de quien penetra en la sombra húmeda de un parral a la hora del calor, y antes de que sus pupilas se habituasen a la media luz del establecimiento solo distinguió, en una bruma de tinieblas, brillos vagos de lámparas y reflejos de botellas o de metales, como luces dispersas de Lisboa vista desde el mar en noches de neblina. Tropezó en dirección a la barra por puro instinto, perro miope camino del hueso que intuye, mientras que poco a poco se formaban bultos, flotaron cerca los dientes de una sonrisa, un brazo empuñando un vaso onduló a su izquierda, y un mundo de mesas y sillas y alguna gente surgió de la nada, ganó volumen y consistencia, lo rodeó, y era como si el sol de fuera y los árboles y los arcos de piedra del Jardim das Amoreiras estuviesen de repente muy lejos, perdidos en la dimensión irreal del pasado. —Una cerveza —pidió el médico mirando a su alrededor: sabía que su mujer solía frecuentar aquel bar y buscaba algo que la prolongase en los asientos vacíos del mismo modo que el hueco del colchón anuncia la ausencia del cuerpo, un indicio de su paso, algo que le permitiese reconstruirla a su lado en carne viva y sonriente, tibia, cómplice. Una pareja con las cabezas juntas se susurraba en un rincón, un hombre gigantesco daba palmadas vigorosas en el hombro resignado de un amigo, transformando sus articulaciones en una papilla fraternal. ¿Con quién vendrás aquí?, se preguntaron los celos encendidos del psiquiatra. ¿De qué conversarás, con quién te acostarás en camas que desconozco, quién te aprieta con sus manos lo enjuto de las caderas? ¿Quién ocupa el lugar que fue el mío, que es aún el mío en mí, espacio de ternura de mis besos, liso combés para el mástil de mi pene? ¿Quién navega de bolina en tu vientre? El sabor de la cerveza le recordó Portimáo, el olor a aliento de diabético del mar de la Praia da Rocha erizado por el soplo femenino del Levante, la primera vez que hicieron el amor, en un hotel del Algarve, casados en la víspera, trémulos de aflicción y de deseo. Eran entonces muy jóvenes y se aprendían mutuamente las veredas del placer, tanteando, potros recién nacidos cabeceando ávidos en busca de un pezón, pegados el uno al otro en el asombro enorme de descubrir el color verdadero de la alegría. Cuando nos citábamos en casa de tus padres, se dijo el médico, ante las feas muecas de las máscaras chinas, yo esperaba oír tus pasos en la escalera, el sonido de los tacones altos en los peldaños, y crecía en mí un ímpetu de viento, una rabia, un ansia de vómito al revés, el hambre de ti que siempre me habitó y me hacía volver más temprano de Montijo para acostarnos sobre la colcha con la prisa de quien puede morir al poco rato, me hacía alzarme en súbitas erecciones tan solo de pensar en tu boca, en tu voluptuoso modo de darte, en la curva de tus hombros en concha, en tus senos grandes, tiernos y suaves, me hacía masticar y masticar tu lengua, recorrer tu cuello, entrar en ti con un movimiento único de espada en la vaina, deslumbrado. Nunca me he encontrado con un cuerpo para mí como el tuyo, se dijo el médico sirviéndose la cerveza en la jarra, tan a medida de mis humanas e inhumanas medidas, las auténticas y las inventadas que no por serlo lo son menos, nunca he tenido una capacidad tan grande y tan plena de encuentro con otra persona, de absoluta coincidencia, de entenderse sin hablar y de entender el silencio y las emociones y los pensamientos ajenos, que me resultó siempre un milagro el habernos conocido en la playa donde te conocí, delgada, morena, frágil, tu antiquísimo perfil serio apoyado en las rodillas dobladas, el cigarrillo que fumabas, la cerveza (igual a esta) en la banqueta a tu lado, tu perpetua atención de animal, los muchos anillos de plata de tus dedos, mi mujer desde siempre y mi única mujer, mi faro para la oscuridad, retrato de mis ojos, mar de septiembre, mi amor. Y por qué solo sé querer, se preguntó observando las burbujas de gas pegadas a la pared del cristal, por qué solo sé decir que quiero a través de los comodines de perífrasis y metáforas e imágenes, de la preocupación por embellecer, por poner flecos de ganchillo en los sentimientos, por volcar la exaltación y la angustia en la cadencia bonita del fado menor, alma exhibiéndose, sensiblera, a lo Correia de Oliveira con pelliza, si todo esto es limpio, claro, directo, sin precisión de lindezas, enjuto como un Giacometti en una sala vacía y tan simplemente elocuente como él: depositar palabras a los pies de una escultura equivale a las flores inútiles que se entregan a los muertos o a la danza de la lluvia alrededor de un pozo lleno: mierda para mí y para el romanticismo meloso que me corre por las venas, mi eterna dificultad en pronunciar palabras secas y exactas como piedras. Alzó el mentón, bebió un trago y dejó el líquido escurrirse dentro de él con una lentitud de estearina sulfúrica sacudiendo la laxitud de sus nervios, enfadado consigo mismo y con los topicazos de Crónica Femenina que se había grabado él mismo en su cabeza, arquitecto de la propia cursilería a pesar de la advertencia piloto de Van Gogh: intenté expresar con el rojo y el verde las terribles pasiones humanas. La brutal sencillez de la frase del pintor le estremeció físicamente las costillas como le ocurría, por ejemplo, al escuchar el Réquiem de Mozart o el saxofón de Lester Young en «These Foolish Things», corriendo a lo largo de la música a la manera de dedos sabios por una nalga dormida. Pidió otra cerveza y el teléfono al camarero que explicaba al amigo del individuo muy grande las razones de queja que tenía contra la profesora de francés de su hijo, y marcó el número que le había dado la muchacha pelirroja y que había apuntado en el trozo de página rasgado del periódico de las misiones: el teléfono sonó nueve o diez veces en vano. Colgó y volvió a marcar, suponiendo que había habido algún error de clavijas en los cables de la compañía y que la voz Marlene Dietrich le respondería ahora a través de los agujeritos de baquelita negra, minúscula y nítida como el grillo de Pinocho. Acabó devolviéndole el teléfono al camarero. —¿No está la chica? —preguntó este con el afecto irónico de los capitanes de los barcos de alcohol soltando amarras para la larga travesía de la noche. —Es posible que se haya prolongado el congreso de las Hijas de María —sugirió el pachorrudo que subía a bordo de la cuarta ginebra y había comenzado a sentir que los suelos se inclinaban. —O que esté explicando la circuncisión en la clase de catequesis —añadió el amigo que pertenecía a la especie de aquellos a quienes no les gusta quedarse atrás e intentan a toda costa andar al ritmo de los restantes. —O se cague en mí —opinó el médico ante la botella de cerveza aún entera. Una de las ventajas de los bares, pensó, es poder conversar con los golletes sin riesgo de bronca ni alboroto: y de repente, en el lapso de un segundo, entendió a los borrachos, no técnicamente, a costa de las explicaciones de fuera hacia dentro de la Psiquiatría, exageradamente seguras y por consiguiente equivocadas, sino una comprensión de tripas, hecha de las ganas de huir que tantas veces eran las suyas. El índice del pachorrudo le tocó el hombro con inesperada delicadeza: —Amigo, estamos solos en el combés. —Pero hay muchachas con escafandra a la espera en Singapur —añadió el amigo para que el pelotón no se le escapase. El pachorrudo lo miró con el desprecio mayestático de la ginebra: —Usted puerta, que la conversación es de hombres. Y al médico, confidencial y fraterno: —Cuando salgamos de aquí, nos vamos a Cova da Onça a ahogar las miserias en tetámenes. —Putas —rezongó el amigo, mosqueado. La tenaza del calavera le apretó el codo hasta estallar: —Menos que tu madre, soplapollas. Dirigiéndose a las mesas vacías, autoritario: —A quien hable mal de las mujeres delante de mí, le arreo una hostia. La cara se le retorcía de furia amenazadora buscando un blanco al que apuntar, pero salvo la pareja absorta en su rincón, en un complicado juego de roces de cabeza y toqueteos, y las lámparas pálidamente encendidas, nos encontrábamos sin pasajeros en la balsa, condenados a la compañía unos de otros como, pensó el psiquiatra, en el alambre de espinos de África: hacia el final de la misión, ya jugábamos al king con entonaciones de odio en la garganta, hormigueros de bofetadas en los dedos, la ira dispuesta a disparar con la boca amartillada. ¿Por qué será que continuamente me acuerdo del infierno?, se interrogó él, ¿por no haber escapado aún de allí o por haberlo sustituido por otra categoría de tortura? Bebió la mitad de la cerveza como quien toma una medicina desagradable y rasgó en pedacitos lo más pequeños que pudo el número de teléfono de la muchacha pelirroja, que a esa hora debía de estar contándole a su novio cómo se había divertido a costa de un idiota en la sala de espera del dentista: imaginó la risa de ambos y con ella en los oídos acabó lo que quedaba de la cerveza hasta dejar en el vaso solo una baba de espuma: caracol de centeno fermentado, pon los cuernos de la borrachera al sol y ayúdame a flotar porque nadar no sé. Y se acordó de una historia que formaba parte del patrimonio familiar, la de una pareja amiga de la abuela, los Fonseca, en la que la mujer robusta tiranizaba a su marido bajito: el señor Fonseca, por ejemplo, emitía un sonido tímido y ella gritaba enseguida Fonseca no habla porque Fonseca es estúpido, el señor Fonseca iba a encender un cigarrillo y ella graznaba Fonseca no fuma, y así sucesivamente. Una tarde, su abuela servía el té a un círculo de visitas y al llegar al señor Fonseca le preguntó Señor Fonseca, ¿verde o negro? La mujer del señor Fonseca, atenta como perro guardián enfermo de la vesícula, farfulló El señor Fonseca no bebe té; y en el silencio que siguió ocurrió un fenómeno asombroso: el señor Fonseca, hasta entonces y durante cuarenta años de dictadura conyugal, manso, obediente y resignado, dio un puñetazo en el brazo de la silla e informó con voz apagada desde sus testículos deshibernados: —Quiero verde y quiero negro. Es el momento, se dijo el médico pagando las botellas y soltándose del abrazo del pachorrudo que había llegado mientras tanto a la fase de los abrazos, es el momento de hacer salir de los huevos una corrida como Dios manda. Fuera oscurecía: tal vez esa noche su mujer fuese a aquel bar y ni reparase en los arcos de piedra del jardín. COMO DE COSTUMBRE VOY A LLEGAR con retraso a la sesión de psicoanálisis, pensó el psiquiatra parado junto a un semáforo en rojo al que le atribuía de momento la entera responsabilidad por todos los infortunios del mundo, los suyos al principio de la lista, se entiende. Estaba en el carril lateral de la avenida de la República, detrás de una camioneta de carga, y trepidaba de impaciencia mirando el tráfico que se cruzaba en perpendicular, viniendo de Campo Pequeño, colosal mezquita de ladrillos, catedral tremenda. Dos muchachas muy bonitas pasaron junto a su coche conversando, y el médico siguió el movimiento de sus hombros y de sus muslos mientras andaban, la armonía perfecta, de pájaro en vuelo, de los gestos, la forma en que una de ellas se apartaba el pelo con la mano: cuando yo era más joven, se acordó, estaba seguro de que nunca se interesaría ninguna mujer por mí, por mi mentón ancho, por mi delgadez; me frenaba siempre con una timidez tartamuda si me miraban, sintiendo que enrojecía, luchando contra el deseo violento de desaparecer al galope: a los catorce o quince años me llevaron por primera vez al burdel de la rúa do Mundo, yo nunca había estado en el Bairro Alto por la noche, en aquella acumulación de sombras estrechas y de bultos inmóviles, y entré en la casa de citas al mismo tiempo curioso y aterrado, con las ganas de hacer pis de los exámenes estorbándome al andar. Me senté en una sala con espejos y con sillas al lado de una mujer en combinación que hacía ganchillo y ni siquiera levantó el mentón de las agujas y enfrente de un individuo de edad que esperaba su vez con una cartera sobre las rodillas (y se distinguía en la cartera el relieve de los termos de café con leche del almuerzo), y de repente me vi multiplicado hasta la náusea en los espejos biselados, decenas de yoes compungidos mirándose unos a otros con el pasmo que da el miedo: claro que el pito se me redujo en los calzoncillos al tamaño que adoptaba al salir de la ducha de agua fría, acordeón de piel arrugada capaz a lo sumo de una meada oblicua, y desaparecí por el pasillo al trotecito humilde de un perro ahuyentado hacia la puerta donde la dueña, con varices que sobresalían de sus zapatillas, discutía con un soldado borracho que había atravesado el umbral con la bota cubierta de una jalea de vómito. El semáforo se puso en verde e inmediatamente el taxi detrás de él tocó el claxon, imperioso: ¿por qué demonios los conductores de taxi, se preguntó, son las personas más desabridas del mundo? Y también hombres sin rostro, reducidos a nuca y hombros plantados como clavos en el asiento delantero, y ocasionalmente a un par de ojos vacíos en el cuadradito del retrovisor, órbitas de cristal inexpresivo como los de los animales de las norias. Tal vez circular por Lisboa todo el día lleve a las personas a una especie de epilepsia explosiva, tal vez esta ciudad dé rabia y asco a quien por obligación la recorre en todos los sentidos, tal vez lo propio del individuo sea la exaltación asesina en carriles y andemos por aquí, nosotros los comedidos, fingiendo una amabilidad que no tenemos. Mandó a hacer puñetas al taxista, quien le respondió con un gigantesco corte de mangas como dos scouts intercambiando señales de banderas, y giró a la derecha hacia Joáo XXI, en cuyo inicio, del lado izquierdo, había traseras de edificios tiznados que a él le gustaban, con sus tendederos salientes como verrugas de nidos precarios en los que se adivinaban tablas de planchar y melancolías domésticas. Amigo Cesario, dijo el psiquiatra con ternura, vi la semana pasado algo que te inspiraría alejandrinos de alegría: buscaba sitio donde cenar y al pasar junto a tu busto iluminado en la orla de césped prehistórico en el que lo pusieron, me encontré con una vieja de negro sentada en el escalón de la estatua con una cesta a sus pies, y comprendí entonces la diferencia que va de ti a Eça y que es la misma que separa el abrazo a una virgen de piedra de la cercanía de una mujer viva, arrancada a la solidez de carne de tus versos. Cruzó una calle de garajes y talleres inmersos en la oscuridad del trabajo acabado, con el toldo amarillo de un bar de brasileños en el extremo (Los portugueses son estúpidos, informaba el aguador gallego de la historia de su madre, hemos venido aquí a venderles su agua) y estacionó junto a una mueblería que hacía esquina entre la avenida Óscar Monteiro Torres y la rúa Augusto Gil, exhibiendo cómodas detestables y óleos ovales con flores en marcos tallados. Había en el escaparate una pintura al pastel que representaba a un galgo con un fondo de infanta de Velázquez, y el perro parecía sonreír con la sonrisa astuta que escapa a veces a un pintor torpe y a través de la cual la falta de talento se burla, sin darse cuenta, de sí misma. Durante algún tiempo observó aterrorizado una araña fenomenal de aluminio, pensando en cómo el mal gusto exigía, a su manera, una considerable dosis de imaginación, y deseó hacer la prueba de acostarse en una cama sacada de las pesadillas del doctor Mabuse en una noche de mala digestión, viendo qué metamorfosis delirantes sufriría su cuerpo, ante el asombro tremendo de la criada recién llegada de provincias y a quien su padre había llevado a visitar el Jardín Zoológico. Este es el elefante, explicaba su padre, y la criada se quedaba pasmada mirando al animal, estudiando sus patas, su cabeza, su trompa; aquí está el rinoceronte, decía su padre, aquí el hipopótamo, aquí el gorila, aquí el avestruz, y la criada iba de estupefacción en estupefacción, las órbitas redondas, la boca abierta, las manos cruzadas, hasta que llegaron al recinto de la jirafa: ahí la sorpresa de la muchacha alcanzó el clímax. Durante minutos deslumbrada, contempló el largo pescuezo salpicado de manchas y la cabeza allá arriba, hasta que se acercó al padre del médico y preguntó en un susurro: —¿Cómo se llama este, doctor? —Es la jirafa —le anunciaron. La criada masticó largamente la palabra, observando siempre al animal, y murmuró en un suspiro de éxtasis: —Jirafa... Qué nombre tan bien puesto. Había anochecido por completo y el psiquiatra distinguió, en la oscuridad de una puerta, a un grupo de caboverdianos con gafas ahumadas discutiendo con ardor, moviendo en gestos vastos las mangas claras de las camisas. Uno de ellos llevaba bajo un brazo una radio a pilas de la que brotó de sopetón un chorro de música altísima a la manera de una cisterna lanzando un vómito de fusas en desorden. Había una taberna un poco más adelante, con un televisor en un anaquel junto al techo, y los parroquianos de la tasca, empuñando un vaso, torcían las cabezas al unísono en dirección a la pantalla, que emanaba sobre ellos una luz azulada fluorescente de radioscopia, revelando el esqueleto de sus sonrisas: por el entusiasmo dialéctico de los caboverdianos, el médico calculó que habrían robustecido sus humores vociferantes con el tónico del tinto, cuya presencia se presentía en cada exclamación o carcajada. Desde la planta baja vecina, una señora gorda seguía la escena, interesadísima, derramando los senos en el alféizar: debe de llevar el retrato en esmalte del padre Cruz al cuello, apostó el psiquiatra subiendo las escaleras camino del psicoanálisis, tener un perro rollizo llamado Benfica, un hijo contable y una nieta Sónia Marisa con parche de plástico en la lente izquierda de las gafas por la vista desviada. Tal vez, concluyó tocando el timbre, sea madrina de bodas de la empleada del dentista y conversen de encaje los domingos por la tarde mientras los cónyuges oyen el relato de los resultados con la quiniela en las rodillas. Inventa inventa que si no el tipo te sacude, se advirtió camino de la sala de grupo después de que la puerta se abriese con un chasquido de tapa, seco, de la cerradura: últimamente, en su opinión, estaba recibiendo demasiados reproches del psicoanalista como cuando de pequeño lo castigaban por faltas que en su opinión no le pertenecían, y crecía en él un gran resentimiento contra el otro que parecía complacerse en destruirle una a una las vanas (pero ¿necesarias?) arquitecturas de sus quimeras: uno viene aquí como buey manso al matadero, reflexionó el médico, para recibir cuchilladas de matarifes sádicos en los cojones, y si aguanta es con la única esperanza de que después la carne se le vuelva más tierna; uno viene aquí a aprender a vivir o a ser domesticado, capado, descerebrado, transformado en santita laica por dos mil escudos y pico al mes. ¿Qué mierda de lavado de cerebro es este que salgo de aquí encorvado como un viejo con reumatismo, lumbago, ciática, artrosis deformante y dolor de muelas, alma de mastín gimiendo rumbo a casa, y no obstante vuelvo, vuelvo puntualmente día sí día no para recibir más bofetones o una indiferencia total y ninguna respuesta a mis angustias concretas, ninguna idea acerca de cómo salir de este pozo o por lo menos vislumbrar un poco de aire libre allá arriba, ningún gesto que me muestre la dirección de cierta tranquilidad, de cierta paz, de cierta armonía conmigo mismo: Freud, hijo de la gran puta judía que te parió, vete a tomar por culo con tu Edipo. Abrió la puerta del grupo y, en vez de decirles Mierda a todos dijo Buenas tardes y fue a sentarse, disciplinadamente, en la única silla libre de la sala. El grupo estaba completo: cinco mujeres, tres hombres (con él) y el terapeuta de grupo repantigado en el lugar habitual, con los ojos cerrados, jugando con el reloj de pulsera posado en el brazo del sillón: cabrón, pensó el psiquiatra, cabrón de mierda, cualquier sesión de estas te encajo una patada en los huevos para comprobar si estás vivo y, como si lo hubiese entendido, el psicoanalista levantó hacia él su párpado sonámbulo y neutro que se desvió de inmediato hacia un cuadro en la pared de la sala que representaba aproximadamente un paisaje de pueblo: tejados de varios colores, torre de iglesia, cielo revuelto: por la ventana abierta llegaba, atenuada, la discusión de los caboverdianos en la calle y la música de la radio que había alcanzado ahora intensidad de crucero; a través de la cortina se distinguían los contornos de los edificios vecinos, señal de que la vida proseguía fuera de aquel compartimiento aparentemente estanco, depósito de aflicciones concentradas. Una de las mujeres hablaba de su padre y de su dificultad para acercarse a él, y el médico, que ya había escuchado la descripción miles de veces y la encontraba especialmente aburrida y monocorde, se entretuvo en observar las paredes que necesitaban una nueva capa de pintura, los sillones blancos y negros semejantes a pingüinos obesos, una mesa en el rincón cubierta por un mantel rojo de mala calidad, con un teléfono y dos listas colocadas encima: era allí donde el terapeuta colocaba los sobres de los honorarios que contenían dentro números del 1 al 31 y círculos con estilográfica que representaban las fechas de las sesiones. Uno de los hombres, a quien él apreciaba bastante, dormitaba con la mano en el mentón: esto parece hoy el Parlamento, pensó el psiquiatra que también se sentía, a su vez, invadido por una especie muy leve de sueño, película de indiferencia laxa que perturbaba su atención. La mujer que hablaba de su padre se calló de repente y otra inició el largo relato de la sospecha de meningitis de su hijo, que al final no se había confirmado después de un prolongado vía crucis por Bancos hospitalarios y médicos de diagnósticos contradictorios, preocupadísimos por desmentir con desdén la opinión del colega anterior: el hombre que dormitaba se despertó, desperezándose, y le pidió un cigarrillo. A su derecha, una chica con aspecto de huérfana chupaba pastillas para las amígdalas soltando alguna que otra vez un chasquido con la lengua: tenía las comisuras de los labios curvadas hacia abajo como las cejas de las personas muy tristes. Llevo no sé cuántos años viniendo aquí, reflexionó el médico observando a sus compañeros de viaje, la mayor parte de los cuales habían comenzado a navegar en aguas de psicoanálisis antes que él, y aún no os conozco bien ni he aprendido a conoceros, a entender qué queréis de la vida, qué esperáis de ella. Hay momentos en que estoy fuera de aquí y pienso en vosotros y siento vuestra falta, y después me pregunto qué representan para mí y no sé la respuesta porque sigo sin saber la mayor parte de las respuestas y tropiezo de pregunta en pregunta como Galileo antes de descubrir que la Tierra se movía y encontrar en esa explicación la clave de sus interrogantes. Y añadió: ¿qué explicación encontraré yo un día, qué Santo Oficio llegará a condenarla, y quién me obligará a dejar de lado mis pequeñas conquistas individuales, penosas victorias de mierda sobre la mierda de la que estoy hecho? Acercó un cenicero rajado de la mesa central y se encendió un cigarrillo: el humo entró en sus pulmones con la avidez del aire por un globo vacío e inundó su cuerpo con una especie de entusiasmo sereno: el psiquiatra volvió a ver el primer tabaco clandestino, hurtado a su madre, fumado a los once años por la ventana del cuarto de baño con una voluptuosidad de gran aventura. Chesterfield: su madre los encendía después del almuerzo, junto a la bandeja de la cafetera, rodeada de sus hijos y su marido, y el médico se quedaba mirando el humo que se acumulaba en torno a la lámpara de hierro del techo, formando y deshaciendo estiradas nubes azules, transparentes y lentas como los cirros del verano. Su padre golpeaba la pipa en el cenicero de plata con la inscripción El Humo Vuela La Amistad Queda en el centro, una gran serenidad se esparcía por el comedor, y el psiquiatra tenía la certidumbre reconfortante de que nadie entre los que se encontraban allí moriría nunca: dieciséis pares de ojos claros alrededor del florero de plata, unidos por la semejanza de las facciones y por un breve-largo pasado común. Algunos miembros del grupo le pidieron a la muchacha detalles de la enfermedad de su hijo, y el médico se dio cuenta de que el analista, en apariencia cataléptico, se limpiaba con la uña una mancha en la corbata roja y negra, floreada: este gilipollas, pensó, además de ser feo se viste cada vez peor: ni calcetines con estrellitas le faltan, helo ahí, uniformado de rigor para un lunch en una cafetería de la avenida Paris, acompañado por la señora de michelines ceñidos con rasos color ciruela y zorro de conejo con soriasis en el cuello: en el fondo desearía que el psicoanalista se vistiese según sus propias pautas de elegancia, por otra parte discutibles y vagas en lo que a él mismo se refería: uno de sus hermanos solía decir que él, psiquiatra, se asemejaba a la fotografía instantánea de un novio de provincias, sorprendido con un chaquetón con las rayas mal hechas. Me visto como el Conejo Blanco de Alicia y exijo que aquellos que aprecio adopten el uniforme del Sombrerero Loco: tal vez así todos podamos jugar al criquet con la Reina de Copas, cortar de un solo golpe el cuello a lo cotidiano de lo Cotidiano y saltar a pie juntillas al otro lado del espejo. Y luego se advirtió a sí mismo: Vuestra Majestad no debe rugir tan alto, pero, de cualquier modo, ¿cómo es la luz de una vela cuando está apagada? El tercer hombre del grupo, que usaba gafas y se parecía a Emilio y los detectives, explicó que le gustaría que su hija se muriese para recibir más atención de su mujer, lo que provocó murmullos de indignación diversa entre los presentes. —Pues jódete —dijo el que dormitaba, agitándose en la silla. —En serio —insistía el primero—. Hay momentos en que me dan ganas de acercarme a la cuna y vaciar allí dentro una cafetera con café hirviendo. —Joder —dijo la de la meningitis que buscaba el pañuelo en el bolso. Se hizo un silencio que el psiquiatra aprovechó para encender otro cigarrillo, y el parricida se quitó las gafas y sugirió muy bajito: —Tal vez todos tengamos ganas de matar a las personas que queremos. El terapeuta de grupo comenzó a dar cuerda al reloj y el médico se sintió como Alicia en la asamblea de los animales presidida por el Dodó: ¿qué extraña mecánica interna rige todo esto, pensó, y qué subterráneo hilo conductor une frases inconexas y les otorga un sentido y una densidad que se me escapan? ¿Estaremos en el umbral del silencio como en ciertos poemas de Benn, en que las frases adquieren un peso insospechado y la significación a un tiempo misteriosa y obvia de los sueños? ¿O será que, como Alberti, siento esta noche, heridas de muerte, las palabras, y me alimento de lo que centellea y late en los intersticios de ellas? Cuando la carne se transforma en sonido, ¿dónde está la carne y dónde el sonido? ¿Y dónde la llave que permita descodificar este morse, volverlo concreto y simple como el hambre, o las ganas de orinar, o el anhelo de un cuerpo? Abrió la boca y dijo: —Echo de menos a mi mujer. Una de las chicas, que no había hablado todavía, le sonrió con simpatía y eso lo animó a continuar: —Echo de menos a mi mujer y no soy capaz de decírselo a ella ni a nadie más a no ser a usted. —¿Por qué? —preguntó inesperadamente el terapeuta de grupo como si regresase de manera furtiva de una larga travesía por los hielos de sí mismo. Su voz abría como un espacio agradable frente a él, donde le apeteció al psiquiatra recostarse. —No lo sé —respondió rápidamente por miedo a que desapareciese la receptividad que había conseguido y a encontrarse enfrente rostros aburridos u hostiles—. No lo sé o sí, en realidad lo sé, creo que me asusta un poco el amor que los demás sienten por mí y yo siento por ellos y me da miedo vivir eso hasta el final, entregarme a las cosas y luchar por ellas mientras me queden fuerzas, y cuando las fuerzas se acaben hacerme aún más fuerte para proseguir el combate. Y habló del inmenso amor que había unido durante casi cincuenta años a sus abuelos paternos y del modo como sus hijos y sus nietos mayores tenían de golpear con los pies en el suelo para anunciar su entrada en la habitación en la que ellos estuviesen solos. Los volvió a ver cogidos de la mano en la mesa del comedor durante las cenas de familia, y en la forma en que el abuelo acariciaba a su mujer y la llamaba Viejita, y cómo exponía llamándola así una profunda y cálida e indestructible ternura. Habló de la muerte de su abuelo y del valor con que la abuela había soportado la enfermedad, la agonía y la muerte, a pie firme y con los ojos secos, aunque se advertía su gran sufrimiento bajo su tranquilidad absoluta, sin sensiblerías ni lamentos de ninguna especie, y de cómo había seguido, erguida y desenvuelta, el ataúd de su hombre hacia la tumba, había recibido con una sonrisa cortés las condolencias del oficial que dirigía la escolta del entierro militar de su marido y, de regreso a casa, había distribuido entre los hijos los objetos personales del padre y había organizado inmediatamente la vida de tal modo que todo se mantuviera como ella y nosotros sabíamos que el abuelo querría, y a la hora de la comida ocupó la cabecera y lo aceptamos como un hecho natural y así siguió siendo hasta que, dieciocho años después, le tocó morirse a ella y quiso llevarse en el ataúd la fotografía que él le había regalado para las bodas de plata. Y habló de lo que el cura dijo en la misa de cuerpo presente de la abuela y que fue Todos hemos perdido a una madre, y el médico pensó mucho en esa frase pronunciada a propósito de su abuela cuya falta de ternura y cuya dureza lo irritaban, y acabó admitiendo que era verdad y que en treinta años de su vida no había sabido darle a aquella mujer el valor que realmente tenía, y que una vez más se había equivocado al medir a las personas y ahora ya era tarde, como de costumbre, para reparar el error. —No se puede pasar a limpio el pasado, pero se puede vivir mejor el presente y el futuro y usted le tiene un miedo a eso que se caga —observó la muchacha de la sonrisa. —Por lo menos mientras tenga necesidad de seguir castigándose —añadió el psicoanalista que se estudiaba intensamente la uña del pulgar izquierdo, a la que debían de estar pegadas, en microfilme, las obras completas de Melanie Klein. El psiquiatra se recostó en la silla y buscó en el bolsillo el tercer cigarro de esa sesión: ¿Será cierto que me castigo?, meditó, y si lo hago, ¿por qué demonios lo hago? ¿Y en nombre de qué nebuloso y, para mí, inasible pecado? ¿O simplemente lo hago porque no soy capaz de ninguna otra cosa y ese constituye mi modo peculiar de sentirme en el mundo, como un alcohólico tiene que beber para comprobar que existe o un donjuán tiene que fornicar para asegurarse de que es hombre? Y acabamos fatalmente desembocando en la pregunta esencial, que se encuentra por detrás de todas las otras cuando todas las otras se apartan o han sido apartadas y que es, si me permiten, ¿Quién Soy Yo? Me interrogo y la respuesta vuelve, obcecadamente, invariablemente, así: Una Mierda. —¿Por qué se odia tanto? —preguntó el parricida. —Tal vez por la misma razón que llevaba al tío José a entrar a caballo en la cocina de mi abuelo —respondió el médico. Y contó que el tío José, a quien no había negado a conocer, pasaba meses en una completa inmovilidad, sentado junto a una ventana, sin hablar con nadie, hasta que de repente se incorporaba, se ponía un clavel en el frac, montaba en la yegua e iniciaba un período de actividad febril de negocios y cabarets, en el intervalo de los cuales entraba al trote, quijotesco en su decrépita alegría, en las despensas de sus sobrinos y amigos. —El tío José no sabía por qué cabalgaba entre cacharros y gritos de cocineras indignadas, y yo tampoco sé por qué no me quiero —dijo el psiquiatra. Y añadió en voz baja, con el tono de quien completa alguna procesión interior: —Mi bisabuelo se mató con dos pistolas al descubrir que tenía cáncer. —Usted no es su bisabuelo —explicó el psicoanalista rascándose el codo—, y ese Guermantes suyo es solo un Guermantes. —Vive en medio de los muertos para no vivir en medio de los vivos —dijo la muchacha de los problemas con su padre—. Parece una voz en off hablando de un álbum de fotos. —¿Por qué no nos mira a nosotros, que respiramos? —preguntó el parricida. —Y a usted como alguien que respira —sugirió la de la sonrisa—. Usted es como los niños en la cama, que le tienen miedo a la oscuridad y se tapan la cabeza con las mantas. —¿Por qué coño estos badulaques se meten todos a la vez conmigo? —se dijo el médico. —Los gamberros aprovechándose del cieguito inválido —se quejó él con su mejor sonrisa. —Antes que al cieguito inválido, que no es cieguito ni inválido, intente confundir a los gamberros y confundirse a sí mismo para seguir teniendo la ventaja de ser cieguito e inválido —respondió la melancólica de las amígdalas, muy rápida—. No caemos en la trampa del canto de sirena de su autocompasión, y si a usted le gusta tomar por el culo del alma es cuestión suya, no nos obligue a asistir al espectáculo. Se hizo un gran silencio que se llenó con el ruido ahogado del tráfico de la calle, tráfico nocturno, oblicuo deslizar de gato por la ciudad iluminada: dentro de unos minutos estaré solo en el neón, pensó el psiquiatra, rompiéndome la cabeza para elegir un restaurante donde cenar; y cada uno de estos cabrones tiene a alguien que lo espera: esta última comprobación hizo crecer dentro de él una rabia enorme contra los demás, que se defendían mejor del pulpo gelatinoso de la depresión. —No es lo mismo torear que ver los toros desde la barrera —gritó ante el grupo y acompañó el grito con obscenidades a dos manos. —Uno quiere matar a su hija, el otro nos manda a tomar por el saco —protestó riendo una de las muchachas—. Ustedes son unos payasos ridículos inventando angustias de pacotilla. —Gatitos de tejado que en vez de maullar porque están en celo, maullan amenazas de tristeza —matizó la de la meningitis. El psicoanalista se sonó con estrépito y guardó el pañuelo hecho una bola, sin doblarlo, en el bolsillo de los pantalones: se diría que asistía a la conversación con una indiferencia absoluta, entregado a la pasividad de rumias vegetales: la intimidad de ese hombre gordo, aún joven, constituía para el psiquiatra un completo enigma, aunque desde hacía años se encontraban tres veces por semana en aquella sala tan descuidada como el aspecto de su dueño, con una cortina de sacristía a la entrada y un techo pardusco por los innumerables cigarrillos, donde pasaba gran parte de su vida. Disimuladamente miró el reloj del hombre de los sueños a su lado: unos minutos más y el analista apoyaría los dedos en los brazos de la silla y se levantaría dando por terminada la sesión: bajar las escaleras, salir a la calle, recomenzar: subir el pozo a pulso hasta el paisaje de hierbas de fuera, retorcer la ropa mojada, partir: como cuando llegué de África y no sabía qué hacer, y me encontraba en un pasillo muy largo y sin ninguna puerta, y tenía una hija y una mujer embarazada y un vasto cansancio en los huesos que repicaban por exceso de sufrimiento. Volvió a ver mentalmente la tumba de Zé do Telhado en Dala y la casa con techo de hierba del señor Gaspar en medio de los árboles altos en los que saltaba un enorme mono domesticado, con el hocico blanco, sujeto por una correa a un poste de hierro, volvió a ver la muerte del cabo Pereira en el incendio del Unimog y lo fantástico de las quemas de abrojos durante la noche: desde que me llevaron a Padua a tomar la primera comunión, pensó el médico, ha pasado mucha agua bajo el puente. —Disculpe lo de las angustias de pacotilla —dijo la muchacha que poco antes se había reído de él—. Yo sé que usted se siente muy agobiado. El psiquiatra tocó de refilón el brazo de ella mientras el terapeuta de grupo iniciaba el acto de levantarse, y le lanzó una mirada de soslayo de Calvario: —Hija —aseguró él—, hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso. SOLO EN LA NOCHE DE LA RUA AUGUSTO GIL, sentado en el coche con el motor desconectado y las luces apagadas, el psiquiatra apoyó sus manos en el volante y comenzó a llorar: hacía lo posible para no emitir ningún sonido, de modo que los hombros se le agitaban como los de las actrices del cine mudo, escondiendo los rizos y las lágrimas en el brazo de un abuelo con barbas: Mierda mierda mierda mierda mierda, decía él para sus adentros, porque no encontraba dentro de mí otras palabras que no fuesen esas, especie de débil protesta contra la tristeza cerrada que me llenaba. Me sentía muy indefenso y muy solo y sin voluntad, ahora, de llamar a nadie porque (lo sabía) hay travesías que solo se pueden hacer en solitario, sin ayudas, aun corriendo el riesgo de irse a pique en una de esas madrugadas de insomnio que nos convierten en Pedro e Inés en la cripta de Alcobaça, yacentes de piedra hasta el fin del mundo. Y me acordé de una persona que me contaba que, de pequeña, su madre la llevaba a hacer visitas en una época en que las mujeres se relacionaban unas con otras con delicadezas excesivas de puntillas; y entonces ella entraba en casas ásperas pobladas de grandes relojes y de pianos con candelabros donde la música se inclina temblando en la dirección del viento, oía los lamentos de las señoras ahogadas por el damasco de las cortinas y los suspiros de los muertos en los retratos de la pared, y pensaba: Qué triste debe de ser esta casa a las tres de la tarde. De forma que se pasó varios años echando alcohol de farmacia en los búcaros de las flores para bebérselo a escondidas y conseguir de ese modo un mediodía perpetuo. La noche de las calles y de las plazas, ese viernes, se le asemejaba al médico a las noches de infancia cuando, acostado, oía, venidos del despacho, aquellos duetos de ópera que llegaban a su cama bajo la forma de discusiones temibles, el padre-tenor y la madre-soprano insultándose a gritos con un fondo tétrico de orquesta que la oscuridad ampliaba hasta que uno de ellos ahorcaba al otro con el nudo corredizo de un do sostenido, al que seguía el terrible silencio de las tragedias consumadas: alguien yacía en la alfombra en un charco de corcheas, asesinado a golpes de bemoles, y maestros plañideros, vestidos de negro, subirían en breve la escalera cargando un ataúd que se parecía a un estuche de contrabajo, con el crucifijo de dos batutas cruzadas en la tapa. Las criadas con cofia y delantal almidonado entonaban el Coro de los Cazadores con acento de la Beira, en el comedor. El cura, vestido de don José, aparecía en medio de un remolino español de Hijas de María. Y el pastor alemán de la curtiduría lanzaba en las tierras los aullidos del perro de los Baskerville revisto por Saint-Saëns. En la noche de Lisboa se tiene la impresión de vivir en una novela de Eugéne Sue con página hacia el Tajo, en que la rua Baráo de Sabrosa es la cintita descolorida que marca hasta dónde se ha leído, a pesar de los tejados donde florecen plantaciones de antenas de televisión idénticas a arbustos de Miró. El psiquiatra, que nunca usaba pañuelo, se limpió mocos y lágrimas con el paño verde con el que solía borrar del cristal del coche su vaho tibio de vaca de pesebre, encendió las luces (el salpicadero iluminado se le antojaba siempre un pueblo de Alentejo en fiesta observado desde lejos) y encendió el motor del pequeño automóvil cuyo funcionamiento se transmitía a su cuerpo como si él fuese también una pieza de aquel engranaje suave que vibraba. En el vano de una puerta, muy cerca de él, una muchacha joven besaba en la boca a un caballero calvo: los riñones de ella poseían la armonía sensual de ciertos dibujos rápidos de Stuart, y el médico envidió intensamente al hombrecito feo que la acariciaba, revirando unos ojos protuberantes de pargo cocido: sin duda le pertenecía el coche norteamericano estacionado, amarillo con cristales verdes: el esqueleto de plástico colgado del espejo retrovisor se situaba en la misma longitud de onda del anillo que usaba en el dedo meñique, con una libra de oro sujeta por tres dientecitos de plata. Si me casase con la hija de mi lavandera tal vez sería feliz, recitó el psiquiatra en voz alta, mirando al individuo que emitía por la boca abierta los ruidos de hervor con que las personas con dentaduras postizas beben el café demasiado caliente: Cuando tenga su edad, comeré besos como quien come sopa, y me escarbaré las encías para extraer de las muelas restos incómodos de ternura; y tal vez una muchacha como esta se interese por mi gracia de menhir. Oh darkness darkness darkness: noche informe aquí, escurriéndose líquida de las casas, nacida en la planta baja, del asfalto, de los lagos, de los bojes, del silencio inmóvil del río, de los arcones y cómodas de los pasillos de las casas antiguas, repletos de la ropa de los muertos: el médico llegó a Defensores de Chaves y fue conduciendo despacio con la esperanza insensata de que el tiempo avanzase muy deprisa y tres manzanas más adelante se encontrase, cuarentón y feliz, en una vivienda en Estoril, rodeado de galgos con pedigrí, buenas encuadernaciones e hijos rubios, porque lo que sabía ante sí era una tristeza inquieta, agitada, cuyo término no vislumbraba, si es que lo había. Normalmente solía combatir esos estados durmiendo de hotel en hotel (del Rex al Impala, del Impala al Penta, del Penta al Impala) y sufriendo por la mañana el impacto extraño de despertarse en una habitación impersonal e irreconocible, acercarse a la ventana y ver allá abajo la ciudad de costumbre, el tráfico de costumbre, la gente de costumbre, yo convertido en apatrida en mi tierra, lavándome las axilas con una muestra de jaboncillo Feno de Portugal, obsequio de la gerencia, y dejando las llaves en la recepción con una falsa desenvoltura de vacaciones. El psiquiatra rodeó la praça José Fontana, donde por primera vez, viniendo del instituto, había visto dos perros en acto de amor perseguidos por la notable ira puritana de la vendedora de castañas que en verano tripulaba un triciclo de helados, exhibiendo de ese modo la envidiable maleabilidad de los políticos nacionales; durante siete años había atravesado diariamente los árboles de ese jardín poblado en dosis equitativas de jubilados y de niños, con el urinario subterráneo debajo del templete custodiado por un cancerbero municipal, soportando desde el amanecer los vapores oscilantes de una borrachera crónica: el médico lo imaginaba siempre secretamente casado con la mujer de las castañas-helados, a quien se unía con un ruido de ventosa al llegar el crepúsculo, mezclando los eructos del alcohol con el aliento polar de la vainilla, en la cámara nupcial de los retretes decorados con dibujos explicativos, tal como los carteles de los dispensarios de urgencia aclaran las peripecias de la respiración artificial. Un homosexual viejo, con las mejillas maquilladas, se paseaba entre los bancos observando a los alumnos con miradas de caramelo pegajoso. Y un señor digno, con cartera, instalado junto a la fuente, negociaba fotografías pornográficas con el espíritu misionero de quien endilga, en las puertas de las iglesias, estampas de santitos a los niños de la primera comunión. Al llegar a Duque de Loulé, los anuncios luminosos de los restaurantes chinos, caracteres cuneiformes culinarios para uso de los ignorantes, lo hicieron vacilar, indeciso, tentado por los nombres exóticos de los platos, pero pensó inmediatamente que cenar sin compañía lo haría sentirse aún más solo, equilibrándose sin sombrilla en el alambre de su congoja ante un público indiferente, de modo que dejó el coche más abajo, casi rozando una cabina telefónica igual a aquella cuya foto había visto semanas atrás en una revista, abarrotada de cuerpos sonrientes con la leyenda: Nuevo Récord del Mundo: Treinta y Seis Estudiantes Ingleses en una Cabina Telefónica. El auricular apoyado en la horquilla le dio ganas de llamar a su mujer (Te amo, nunca he dejado de amarte, vamos a luchar juntos por nosotros) y por eso se alejó casi al galope y se precipitó por las escaleras del Noite e Dia camino del snack-bar del sótano, anticipándose al portero, que se parecía a su profesor de cuarto de primaria, en el acto de empujar la puerta de cristal de la entrada. En los comedores de barra corrida se establecía una especie de solidaridad de Ultima Cena que ayudaba al psiquiatra a mantenerse en pie por dentro, como si el codo de la izquierda y el codo de la derecha funcionasen como cabestrillos que mantenían unidos a los huesos astillados de su desesperación y les impedían desparramarse en el suelo como piezas de mikado. Se instaló entre un jovencito serio precozmente vestido de bibliotecario triste y una pareja en crisis encrespada por el silencioso odio conyugal, fumando con rabia y los ojos fijos en un horizonte de divorcio espinoso, pidió al camarero un filete rápido y un vaso de agua, y se quedó observando a los comensales que estaban enfrente, en su mayor parte muchachas que alternaban en un cabaret próximo, inmóviles sobre sus cafés como curas en eucaristías petrificadas. Las manos de ellas, con enormes uñas rojas, sujetaban cigarrillos norteamericanos de contrabando con cuyo humo incensaban ritualmente las tazas, y el médico se entretuvo en descubrir en sus rostros, bajo la pintura de mala calidad y las expresiones postizas aprendidas en las películas del cine Edén, las arrugas que las infancias con privaciones imprimen para siempre en las comisuras de la boca y en los ángulos de los párpados, jeroglíficos indelebles de la miseria. De soltero iba a veces a los bares de prostitutas situados en los recovecos del Bairro Alto, en callejones cheposos oscuros como cuencas vacías, para escucharlas inventar conmovedoras adolescencias virtuosas a lo Corin Tellado, frente a cervezas tibias y futuros próximos de naufragio, sin sobrevivientes: Mierda de capitalismo, pensó, que ni de estas desgraciadas te olvidaste; muramos nosotros y viva el jodido sistema, más las guerras mundiales con las que resuelves tus crisis de agonía: redúzcase el índice de desempleo a costa de millones de víctimas, barájense las cartas y que recomience el juego, ya que, como dice el pareado, al final lo que importa no es que haya hambre, porque mal o bien los que comen son enjambre. Le ocurría acompañarlas en taxi a las habitaciones sin ascensor donde vivían, y se quedaba pasmado al ver los muebles hechos con cajas, las fotos con marcos de alambre y las maletas de ropa de cartón, forradas con papel azul con estrellitas como el interior de los sobres: estas tipas, se sorprendía el psiquiatra, conservan intactos los gustos y las preferencias de las criadas de provincias que acaso han sido, a pesar del rimel de droguería y de los perfumes tipo insecticida con que se disfrazan; subsiste en ellas una autenticidad atávica que me trasciende, a mí educado entre misas de difuntos y buenas maneras, y cuando limpian la funda de la almohada en el lavabo esmaltado y se echan en la cama a dormir, la bombilla del techo, colgada del cable, sin tulipa, a la manera de un globo ocular desorbitado, se asemeja a la lámpara del Guernica iluminando un paisaje devastado. Y yo estoy aquí en pecado mortal como quien comulga sin haberse confesado. Masticando el filete, con el mentón encima del plato, el médico sentía que la tensión de la pareja a su izquierda se acercaba al estado gaseoso de una discusión furibunda, pleamar arrastrando de la arena del pasado los despojos de los recuerdos agradables, las dificultades soportadas en común, las enfermedades de los hijos atendidas con un sobresalto de desvelos. El hombre trituraba las llaves del automóvil, con las fosas nasales muy abiertas, amasándolas en las manos que temblaban, la mujer, con la sonrisa de desafío tensa en los labios, golpeaba con la cuchara de café el vaso de cerveza con ritmo de tambor militar: su perfil, contraído como el del gato que prepara el salto, se asemejaba al de las gárgolas de las fuentes plasmadas en cóleras de piedra. El niño-notario, del otro lado, le explicaba a la señora gorda que lo acompañaba el argumento de El primo Basilio, con la digna autosuficiencia de los soberanamente estúpidos: se adivinaba en él al juez del Supremo o al presidente de la asamblea general de un club deportivo lanzando con aire profundo inanidades pomposas, y el psiquiatra sintió por la criatura el flujo de pena sincera que dedicaba a los que no se daban cuenta de la existencia de los demás, amurallados por una irremediable imbecilidad. Dos extranjeros bajaron las escaleras y se instalaron junto a las chicas del cabaret, que comenzaron inmediatamente a agitarse a la manera de perdigueros en la inminencia de la caza: una rubia de senos grandes cubiertos por un suéter muy ceñido les sonrió con descaro y el médico sintió dilatarse en sus pantalones una erección fraternal, mientras los extranjeros se consultaban mediante susurros sobre la estrategia que iban a seguir: se veía claramente que oscilaban entre la timidez y el deseo, divididos. La rubia sacó una boquilla de medio metro del bolso y le pidió lumbre a uno de ellos, mirándolo fijo: el pecho creció en el suéter ceñido a la manera de una paloma en celo, y el extranjero retrocedió asustado por aquella planta carnívora que lo amenazaba; hurgando en sus bolsillos acabó por encontrar una caja de cerillas con la propaganda de una compañía aérea; onduló una llama compungida: acabas de llegar, gran sacristán, pensó el médico atacando la mousse y observando el rostro atónito del extranjero, acabas de llegar y ya te vas a correr como nunca imaginaste que te correrías en tu puta vida, como nunca te has visto en los coitos asépticos que te han tocado. Y se acordó del momento exacto antes de la eyaculación, cuando el cuerpo, transformado en una ola que sube en sucesivos arranques de placer, cada vez más fuerte, más pesada, más densa, estalla de súbito en una explosión de espuma del tamaño del mundo, en que pedazos nuestros vuelan independientes de nosotros hacia cada rincón de la sábana, y nos dormimos licuados, en una molicie sin color, náufragos jubilosos de la ternura. Le vino a la cabeza un fin de semana que había pasado con su mujer, ya separados, en un pequeño hostal de Guincho, aferrado a la escarpa contra el viento, las gaviotas y los bofetones de arena en la noche, y de la habitación que ocuparon cara a cara con el mar, con un balcón estrecho como si planease encima del agua. Ahí, tumbados uno al lado del otro en el colchón, se habían amado con la fascinación de redescubrirse, poro a poro, en cada caricia, en cada largo beso, en cada viaje de amor: y una vez más fue él quien no tuvo el valor de continuar, quien desistió, aterrado, de combatir por los dos. Escucha, articuló el psiquiatra para sus adentros, rebañando la taza de la mousse, escucha: existes de manera tan profunda en mí, con tan numerosas, abultadas y violentas raíces que nada, ni yo mismo, podrá cortarlas jamás; y cuando logre vencer mi cobardía, mi egoísmo, este barro de mierda que me impide darte y que me des, cuando logre eso, cuando logre realmente eso, volveré. La rubia y uno de los extranjeros salieron cogidos de la mano hacia Duque de Loulé, mientras el otro era a su vez asediado por una morena pequeñita y flacucha con aspecto de mosca del vinagre, que se expresaba en amplios gestos de comedia dell'arte frenética. La pareja desavenida se marchó bufando sus rencores: se desplazaban con la cautela de las andas de una procesión, de modo que no se volcase ni una gota de su rabia mutua. La madre (¿o esposa?) del niño-bibliotecario pidió la cuenta. Los camareros conversaban con el cocinero junto a la máquina de café. El último en salir que apague la luz, pensó el médico acordándose de su temor infantil a la oscuridad. Si no me largo de una vez me toca a mí: aquí ya no queda nadie más que yo. TODAS LAS NOCHES, APROXIMADAMENTE a aquella hora, el psiquiatra tomaba el camino de la autopista y de la Marginal para volver al pequeño apartamento sin amueblar donde nadie lo esperaba, encaramado en el monte Estoril en un edificio lujoso en exceso para su timidez. El despacho del portero, en el vestíbulo enorme de cristal y metal, con un lago, plantas de Jardín Botánico y varios desniveles de piedra, poseía un panel con botones a través de los cuales una voz sin cuerpo, de Juicio Final, propagaba en los diferentes pisos sus mandamientos domésticos, con sonoridades divinas de cubo roto o de garaje por la noche. El señor Ferreira, dueño de esa voz tremenda, vivía en los bajos del edificio protegido por una puerta estilo caja fuerte que el arquitecto debía de haber considerado adecuada para aquel escenario de bunker pretencioso: probablemente fue él quien pintó el inolvidable galgo de la mueblería, o concibió la fabulosa araña de aluminio: esas tres elucubraciones notables poseían una centella de genio común. No menos notable, además, era la sala de estar del señor Ferreira, de la que el médico se servía a veces para llamadas telefónicas urgentes, y donde figuraba, entre otras maravillas de menor cuantía (un estudiante de Coimbra en cerámica tocando la guitarra, un busto del papa Pío XII con los ojos maquillados, un burro de baquelita con flores de plástico en las alforjas), un gran tapiz que representaba a una pareja de tigres con el aire bonachón de las vacas de los triángulos de queso, manducándose con una repugnancia de vegetarianos a una gacela semejante a un conejo flacucho, y un horizonte de encinas al fondo con la esperanza lánguida de un milagro. El médico se quedaba siempre empuñando el auricular, olvidado de la llamada, mientras observaba estupefacto una realización tan abracadabrante. La mujer del señor Ferreira, que nutría por él la simpatía instintiva que despiertan los huérfanos, salía de la cocina secándose las manos en el delantal: —Mucho le gustan a usted, doctor, los tigrecitos. Y se plantaba al lado del psiquiatra, con la cabeza inclinada, contemplando orgullosamente a sus animales, hasta que el señor Ferreira aparecía a su vez y lanzaba, con su célebre voz divina, la frase que resumía para él el clímax de la admiración artística: —Esos cabrones parece incluso que hablan. Y en realidad el médico esperaba en cualquier instante que uno de los animales volviese hacia él sus ojos de torzal para murmurar Ay, Jesús con un gemido de congoja. Conduciendo el automóvil por la autopista, atento a los volúmenes de sombra que los faros sucesivamente descubrían y devoraban, árboles arrancados de la oscuridad en una irrealidad trágica, arbustos enmarañados, la faja sinuosa y trémula del pavimento, el psiquiatra pensó que, exceptuando el tapiz del señor Ferreira, Estoril y él no tenían otra cosa en común: había nacido en una maternidad de pobres y había crecido y vivido siempre, hasta salir de su casa unos meses antes, en un barrio de pobres sin el lujo de viviendas con piscina y de hoteles internacionales. La cervecería Estrela Brillante era su confitería Garrett, con los pasteles sustituidos por pipas y altramuces, y las señoras de la Cruz Roja por conductores de la Carris, que al quitarse las gorras con visera para limpiarse la frente con el pañuelo daban la impresión de quedarse desnudos. En el piso de debajo del de sus padres vivía Maria Feijoca, propietaria de la carbonería, y en la casa de al lado doña Maria José, que negociaba oscuros contrabandos. Conocía a los comerciantes por su nombre y a los vecinos por sus apodos, y sus abuelas saludaban a las vendedoras de la plaza con cumplidos de castellanas. Florentino, mozo de cordel legendario perpetuamente borracho, cuyas ropas hechas jirones se agitaban en torno a su cuerpo como plumas sueltas, le advertía siempre que lo encontraba, con una familiaridad decuplicada por el tinto, Su padrecito es íntimo amigo mío, haciéndole señas desde la taberna de la calle del cementerio, cuyo letrero Aquí Os Espero otorgaba a la muerte la importancia subalterna de un pretexto: la Agencia Martelo («¿Para que insiste usted en vivir si por quinientos escudos puede tener un lindo entierro?») exhibía los ataúdes y las manitas de cera encima, estratégicamente a mitad de camino entre la tumba y la copa. El médico sentía una inmensa ternura por la Benfica de su infancia transformada en Póvoa de Santo Adriáo por culpa de la estupidez de los constructores, la ternura que se dedica a un amigo viejo desfigurado por múltiples cicatrices y en cuyo rostro se buscan en vano los rasgos cómplices de antaño. Cuando echen abajo el edificio de Pires, dijo él pensando en el enorme y antiguo edificio frente a la casa de sus padres, ¿por qué norte magnético me orientaré, yo que conservo ya tan pocos puntos de referencia y me resulta tan difícil fabricar unos nuevos? Y se imaginó a la deriva en la ciudad, sin brújula, perdido en un laberinto de travesías, porque Estoril seguiría siendo para siempre una isla extranjera a la que se sentía incapaz de adaptarse, lejos de los ruidos y los olores de su bosque natal. Desde el apartamento se veía Lisboa y, mirando la mancha extendida de la ciudad, la sentía al mismo tiempo lejana y próxima, dolorosamente lejana y próxima como sus hijas, su mujer, y el desván de techo oblicuo en el que vivían (el Patio de las Cantigas, lo llamaba ella), repleto de grabados, de libros y de juguetes desordenados de niños. Desembocó en Caxias con las olas saltando sobre la muralla en cortinas verticales. No había luna y el río se confundía con el mar en el espacio negro a su izquierda, gigantesco pozo desierto de luces de barcos: las farolas rojas del Monaco se asemejaban, tras los cristales húmedos del restaurante, a fanales anémicos en la tempestad: cené aquí cuando me casé, pensó el psiquiatra, y nunca más hubo una cena milagrosa como esa: hasta de la carne asada ascendía un sabor a sorpresa; después del café descubrí que no era necesario, por primera vez, llevarte a casa, y esto me hizo brotar de las tripas una alegría formidable, como si hubiera comenzado, a partir de entonces, mi vida de hombre, abierta a pesar de la inminencia de la guerra a una vigorosa perspectiva de esperanza. Se acordó del automóvil que la abuela les había prestado para la luna de miel y que había sido el último coche de su marido, y de su funcionamiento cansino de cuna; se acordó de la impresión extraña de la alianza en el dedo, del traje que había estrenado esa tarde y de su cuidado patético con las arrugas. Te amo, repetía él en voz alta agarrado al volante como a un timón roto, te amo te amo te amo te amo te amo, amo tu cuerpo, tus piernas, tus manos, tus ojos patéticos de animal: y era como un ciego que siguiera conversando con una persona que salió de puntillas de la sala, un ciego a gritos hacia una silla vacía, tanteando el aire, aspirando con su nariz un olor que se evaporaba. Si voy ahora a casa me jodo, dijo él, no me siento en condiciones de enfrentarme al espejo del cuarto de baño y todo aquel silencio a mi espera, la cama cerrada sobre sí misma a la manera de un mejillón pegajoso. Y se acordó de la botella de aguardiente de la cocina y que siempre podía sentarse en el banco de madera del balcón, con un vaso en la mano, viendo el modo en que los edificios bajaban en tropel hacia la playa, arrastrando sus terrazas, sus árboles, sus jardines torturados: le ocurría dormirse al sereno, con la cabeza apoyada en la persiana, con un barco que salía de la barra viajando dentro de sus párpados cansados, y lograr de esa manera alguna especie de sosiego, hasta que un indicio de claridad violácea, mezclada con gorriones, lo despertase obligándolo a tropezar camino del colchón a la manera de un niño sonámbulo que va a hacer su pis nocturno. Y al banco del balcón se adherían excrementos solidificados de pájaros, que arrancaba con las uñas y sabían a la greda de la infancia, devorada a escondidas en el transcurso de las breves ausencias de la cocinera, dictadora absoluta de aquel principado de cacerolas. Había pocos coches en el camino y el psiquiatra guiaba despacio, por el carril derecho, pegado a la acera, desde que una mañana de la semana anterior una gaviota desorientada chocó contra el parabrisas con un ruido blando de plumas, y el médico la vio, ya a su espalda, estremeciendo en el asfalto la agonía de las alas. El automóvil que lo seguía se paró junto al animal, y él, alejándose, notó por el espejo que el conductor bajaba y se dirigía hacia el montoncito blanco nítido en el asfalto, que disminuía con la distancia creciente. Una ola de culpabilidad y de vergüenza que no lograba explicar (¿culpabilidad de qué?, ¿vergüenza de qué?) avanzó del estómago hacia la boca en un reflujo de acidez y le vino a la cabeza, sin motivo aparente, una severa frase de Chejov: «A los hombres ofréceles hombres, no te ofrezcas a ti mismo»; a continuación el psiquiatra se acordó de La gaviota y de la profunda impresión que le había causado la lectura de la pieza, de los personajes aparentemente apacibles a la deriva en un escenario aparentemente apacible y divertido (Chejov se consideraba sinceramente un autor de comedias), pero cargado de la pavorosa angustia de la vida que tal vez solo Fitzgerald supo reencontrar más tarde y que surge, de cuando en cuando, en el saxofón de Charlie Parker, crucificándonos de pronto en un solo desesperado que resume toda la inocencia y todo el sufrimiento del mundo en el soplo desgarrador de una nota. Entonces el médico pensó: Aquella gaviota soy yo y yo también soy quien huye de mí. Y no tengo siquiera el valor necesario para volver atrás y ayudarme. En la cuesta declive de Estoril, al cruzar el volumen gris del Forte Velho con su enorme y horroroso pez de metal suspendido sobre las parejas que bailaban (¿Cuánto tiempo hace que no voy allí?), el psiquiatra volvió a visualizar el apartamento desierto, el espejo del cuarto de baño y la botella de la cocina al lado de la jarra de metal, únicas tablas de salvación en el desolado silencio de la casa. Fuera, a la entrada del edificio, las hojas secas de los eucaliptos crujían constantemente agitadas por el viento alto, con el rumor de dentaduras postizas que se entrechocan. Los automóviles de los inquilinos, casi todos lujosos y grandes, apoyaban sus narices en la pared a la manera de niños berrinchudos. En su buzón, sacando algún que otro folleto olvidado y la hoja de propaganda semanal del CDS que se apresuraba a introducir, sin leerla, en el buzón del casero, declarando enfáticamente Al César lo que es del César, nunca había ninguna carta para él: se sentía como el coronel de García Márquez, habitado por la soledad sin remedio y por los champiñones fosforescentes de las tripas, aguardando noticias que no llegaban, que no llegarían jamás, y pudriéndose lentamente en esa espera inútil alimentada por un vago maíz de sorpresas. De modo que cuando el semáforo se puso en verde, en un súbito cambio de humor, volvió a la derecha y se dirigió al Casino. EN EL EXTREMO DE UNA ESPECIE DE PARQUE Eduardo VII en pequeño bordado con palmeras hemofílicas cuyas ramas crujían protestas de cajones combados, con hoteles de Visconti habitados por personajes de Hitchcock y con cuidadores de automóviles mancos, con ojos de hambre escondidos en las viseras de las gorras como pájaros ávidos presos en la red fruncida de las cejas, el edificio del Casino se asemejaba a un gran transatlántico feo inclinado entre viviendas y árboles, batido por las olas de música del Wonder-Bar, por los gritos de gaviotas roncas de los crupieres y por el enorme silencio de la noche marítima en torno a la cual ascendía un olor denso de agua de colonia y de menstruación de caniche. Los trenes que salían para Lisboa de la estación de Tamariz llevaban consigo, en los asientos vacíos, los versos de ese Dylan Thomas que tanto te gustaba In the final direction of the elementary town I advance for as long as forever is. Y el médico se imaginó cabeceando en un vagón desierto, duplicado del otro lado del cristal a través de casas, fragmentos de murallas y luces de barcos, al ritmo de las palabras del poeta que su mujer solía llevarse a la cama y con quien mantenía un diálogo silencioso y perfecto que lo excluía: for the lovers Who pay no praise or wages nor heed my craft or art. Dylan Thomas fue el tipo de quien he tenido más celos hasta hoy, pensó el psiquiatra abandonando el automóvil a la sombra protectora de un autobús de turistas, cuyo conductor explicaba a un taxista maravillado los méritos íntimos de las francesas de cierta edad, capaces de volver el coito leve y de fácil digestión como un soufflé de espárragos. Odié desesperadamente a Dylan Thomas y los poemas tumultuosamente convincentes con los que ese gordo borracho pelirrojo viajaba contigo a países interiores a los que yo no tenía acceso, vecinos de los sueños de los que me llegaban ecos atenuados a través de las palabras sueltas que masticabas con un éxtasis de sirena náufraga. Odié a Dylan Thomas sin que lo supieses siquiera, dijo el médico caminando sobre el césped húmedo de la noche hacia el combés del Casino y sus tripulantes disfrazados de caballerizos majestuosos cambiando ceniceros con gestos lentos de vestales, odié a ese rival difunto venido de la neblina de las islas del norte con una sonrisa de corsario pensativo en las mejillas inocentes, ese cabrón gales que reventaba los gruesos diques del lenguaje con venteadas frases llenas de campanas y de crines, ese amante de espuma, ese fantasma con pecas, ese hombre que vivía en una botella de whisky como los barcos de los coleccionistas, ardiendo en su llama de alcohol con dolorosa gracia de fénix refractaria. Caitlin, dijo el psiquiatra intercambiando cabalísticas sonrisas vagas de De Chirico, Caitlin de Nueva York te llamo under the milk wood en este noviembre de 1953 en que morí, con una isla desvaneciéndose en el paisaje de la cabeza rodeada por la rabia voraz de los albatros, Caitlin un día de estos bajo a Tamariz y cojo un tren eléctrico hacia el país de Gales donde me esperas frente a un té tan triste como el color de tus ojos, sentada en la sala en la que nada ha cambiado, con un espeso humo de pub separándote, sólido, de la prisa de mis besos. Caitlin este mugido acongojado de faro es mi grito de buey añorante que te busca, este silbato modulado de locomotora el canto de amor de que soy capaz, este ruido de tripas un conmovido sobresalto de ternura, estos pasos en la escalera mi corazón a tu encuentro: vamos a volver al principio, a pasar la vida a limpio, a recomenzar, a jugar a las cartas por la noche, a beber licor de cerezas, dejar el cubo de la basura fuera, con un estrépito de payaso pobre, entre el asombro de los vecinos y los gatos, abrir una lata de caviar y comer lentamente los granitos de plomo hasta que, convertidos en cartuchos de cazadores furtivos, nos disparemos el uno al otro en el fuego de artificio de una explosión final, y será un poco esa, Caitlin, nuestra manera de marcharnos. En el vestíbulo del Casino, una excursión de inglesas desembarcadas de un autobús tan suntuoso como la sala de estar de Clark Gable, con cristales sustituidos por cuadros de Van Eick, burbujeaba por las bocas pálidas exclamaciones de entusiasmo comedido. Un coronel colonial desbordante de black-velvets en su esmoquin blanco repartía sus bigotes grisáceos entre dos indias con sari, enigmáticas como sotas de bastos, que se deslizaban en el suelo como si ocultasen ruedas de goma en el enredo de las faldas. Unos suecos transparentes con ojeras de insomnio debido a largos días de seis meses se apoyaban en mexicanos color aceitunas de Elvas, que John Wayne mataba filme tras filme con un júbilo de insecticida eficaz. Condesas polacas decrépitas se inclinaban unas a otras como signos de interrogación desmoronados: el colorete flotaba alrededor de sus arrugas sin adherirse a la piel, polen que atraía insectos senegaleses de grandes órbitas globulosas, en cuyos dedos centelleaban decenas de anillos papales. De cuando en cuando, los muslos calzados con medias negras del ballet francés, o las mandíbulas desmesuradamente abiertas del tragaespadas tibetano, se escapaban por un resquicio entre las cortinas del restaurante a la manera de chorros de vapor por las rendijas de una olla. Una fadista envuelta en el chal se ausentaba en una meditación trágica de Fedra, sujetando con ambas manos un vaso de ginebra ritual. Caballeros obesos, con el chaleco desabrochado, o abandonaban el retrete con el aire aliviado de quien vuelve del confesionario o resollaban al azar de los sofás. Detrás de la mampara de las máquinas tintineaban centenares de alcancías voraces, vomitando el exceso de sus estómagos en baberos cromados. Estar aquí, pensó el médico adelantándose a una silla de ruedas con un señor sin piernas, es como despertar de repente en medio de la noche con la impresión de que la cama ha mudado la posición en la oscuridad y de que nos encontramos en un país diferente, lejos de nuestras aguas territoriales familiares, bajo esta luz blanca vertical de cuadrilátero de boxeo que actúa como un revelador mostrándonos demasiadas arrugas en los espejos, despertar de repente en medio de la noche y sumergirse en una pesadilla irrisoria poblada de una multitud inquieta que busca en la agitación sin razón su razón de agitarse: como yo, añadió el psiquiatra, al mismo tiempo huyendo y en busca en sucesivos círculos sin finalidad y sin fin, perro sin cabeza pero con dos colas que se persiguen y se repelen, gimiendo tristemente con ladridos melancólicos de solitario. Había sustituido mi existencia estricta por las pobres girándulas huecas de un oficinista delirante remolineando en alegrías ficticias de cartulina; había transformado la vida en un escenario de plástico, imitación esquemática de una realidad demasiado compleja y exigente para mi reducida panoplia de sentimientos disponibles. Y así, insignificante Pierrot de un carnaval frustrado, me consumía rápidamente en una llamita portátil de angustia. El médico cambió dos billetes de mil escudos por fichas de quinientos y se instaló en su banca francesa favorita, casi vacía de otros jugadores porque el juego estaba resultando irregular. Sentía a sus espaldas el frenesí de las mesas de ruleta, cuya lentitud lo impacientaba, con los crupieres contando interminables pilas de fichas y una colmena de apostadores a su alrededor, inclinados ante el paño verde con un apetito de mantis. El psiquiatra reparó especialmente en una inglesa muy alta y muy delgada, con un vestido con tirantes colgado de la percha de las clavículas, reluciente aún de cremas para el sol, las manos esqueléticas deslizando fichas que colocaba por encima de los hombros de los demás con gestos angulosos de grúa. El crupier anunció Falta, el pagador recogió las fichas perdedoras y dobló las ganadoras: el médico vio que la mujer sentada a su izquierda había anotado tres Falta seguidos después de dos Pasa, de modo que empujó quinientos hacia la zona del Pasa y se quedó esperando. Primero palpar, se dijo, según la técnica de mi madre en el mercado: al menos que me sirva de algo haberla visto tantas veces regatear con la fruta. Y sonrió al imaginar lo que su madre, mujer prudente y comedida, pensaría si lo viese allí, arriesgando cantidades que ella consideraba exorbitantes, acostándose tarde para llegar aún más tarde al hospital al día siguiente, bajando velozmente el plano inclinado de una ruina segura: historias trágicas de fortunas disipadas en el Casino corrían tétricamente en las veladas de la familia, narradas con un tono cavernoso por los aedos de la tribu. La tía Mané, octogenaria histórica cuya sonrisa abría un zigzagueante camino a través de pinturas y de cremas resecas, había perdido los objetos de plata en el bacará y utilizaba un resguardo de la casa de empeño en lugar del carnet de identidad. —Falta —dijo el crupier apoyando el vaso de los dados y engolfándose de inmediato en un diálogo susurrado con el inspector, con las cabezas suavemente inclinadas como apóstoles de la Ultima Cena: Jesús y san Juan compartiendo las delicias del Espíritu Santo. El pagador retiró la ficha del médico con una maniobra diestra de lengua de camaleón cazando una mosca imprudente. La mujer anotó, concienzuda, el Falta, era gorda y rubia, ya gastada, y usaba una chaqueta de piel sintética sobre sus hombros blandos: su perfil se asemejaba al de Lavoisier en el retrato oval del libro de Física del cuarto curso de instituto, y jugaba doscientos cincuenta escudos cada vez con la determinación feroz de quien pierde obstinadamente. Al lado opuesto de la mesa, una vieja sobada soltaba veinte escudos porfiados a los ases con la esperanza de un milagro. Dos individuos con aire de capataces prósperos vacilaban con una cerilla entre los dientes: el chicle de los nativos de Tomar, pensó el psiquiatra apostando de nuevo al Pasa, sepias en su tinta, Mercedes diesel amarillo tostado y Vila Mélita en la fachada de la casa. La mujer del leopardo de plástico se abstuvo. Salió un 12, un 13, un 14, un 12, un 18: los capataces colocaron cinco mil escudos cada uno en Falta. Un chico pelirrojo asomó tras la nuca del médico y lanzó quinientos al Pasa: estoy jodido, pensó el psiquiatra sin razón aparente a no ser un ahogo de advertencia en el esófago. Extendió el brazo hacia su dinero e iba a pescarlo cuando el crupier levantó el mentón y dijo Falta con una indiferencia cruel. Crupieres y psicoanalistas, me cago en vuestra puta madre. —Te digo adiós y como un adolescente tropiezo de ternura por ti —murmuró el médico a la ficha que se llevaba el pagador, acomodándola junto a las que amontonaba delante de él, si este chisme sigue así dentro de poco acabaré quitándome los calcetines para apostarlos a los ases, ganar una camisa fórmula uno y suicidarme tragándome una dosis excesiva de monedas de cien escudos. La mujer gorda se acomodó en la silla y su muslo tocó el del médico, que la siguió en el palpito del Pasa por gratitud: se sentía menos solo desde que un pliegue de carne ajena comprimía su rodilla. Los contratistas se pasaron al Falta, el chico pelirrojo, despechado, se alejó rezongando: siempre había un pelirrojo en las clases del Camóes, recordó el psiquiatra, un pelirrojo, un gordo y uno con gafas en las primeras filas; el gordo era el peor en gimnasia, el de gafas el mejor en geografía y el pelirrojo la víctima favorita de los profesores para vengarse de las jugarretas anónimas: meadas en el cesto de los papeles, ladridos en medio de la lectura de Los Lusíadas, palabrotas escritas con tiza en la pizarra; al terminar el segundo ciclo, los padres, también pelirrojos, los trasladaban a colegios privados tal vez reservados a pelirrojos donde se prestaban fotografías pornográficas en completa libertad, negros atléticos sodomizando a perras, curas con sotana mas-turbándose en el confesionario, homosexuales sin tapujos entregados a orgías desenfocadas. La mujer gorda le sonrió: le faltaba un diente de arriba y tenía las encías pálidas de Vasco da Gama en el cuadragésimo día de avitaminosis. —Pasa —proclamó el crupier que se reía respetuosamente de algún chiste del inspector. Es curioso cómo las gracias de los superiores siempre tienen humor, comprobó el médico repitiendo la frase sorprendida de un hermano suyo a quien la adulación lo espantaba como un fenómeno incomprensible: el pagador se inclinó hacia el crupier que le repetía la anécdota del jefe, quien aprobaba gravemente con una sonrisa solemne, arreglándose el ángulo de los cuellos: —¿Qué me dices, Meireles? Meireles, que le cambiaba fichas a un jorobado, alzó las cejas sin levantar los ojos de su tarea, con la mueca entendida con que las tías del psiquiatra respondían, durante el recuento de los puntos de la calceta, a las preguntas de sus sobrinos. ¿Acaso crecí, acaso llegué realmente a crecer?, se preguntó el psiquiatra correspondiendo con su rodilla a la presión de cadera de la mujer del leopardo de plástico, que lo evaluaba de reojo con un lento párpado cauteloso, ¿crecí en realidad o seguí siendo un chico asustado de cuclillas en la sala entre gigantescas personas mayores que me acusan, mirándome en silencio con una hostilidad horrible, o tosiendo levemente, disimulando con dos dedos, su desaprobación resignada? Denme tiempo, pidió él a ese corro de ídolos de la isla de Pascua que lo perseguía con un amor ferozmente desencantado, denme tiempo y seré exactamente lo que ustedes desean como ustedes desean, serio, compuesto, consecuente, adulto, servicial, simpático, modosito, mínimamente ambicioso, siniestramente alegre, tenebrosamente poco ingenuo y definitivamente muerto, denme tiempo, give me time Only give me time time to recall them before I shall speak out. Give me time time When I was a boy I kept a book to which from time to time I added pressed flowers until, after a time, I had a good collection. But the sea which no one tends is also a garden when the sun strikes it and the waves are awakened. I have seen it and so have you when it puts all flower to shame. Tiempo, repitió el médico, necesito imperiosamente tiempo para armarme de valor, pegar todos mis ayeres en el álbum de fotos («whod think to find you in a photograph, perfectly quiet in the arrested chaff»), ordenar las facciones de mi rostro, comprobar en el espejo la posición de la nariz, y avanzar por el día que comienza con la sólida determinación de un vendedor. Tiempo para esperarte a la salida del ministerio, subir contigo las escaleras, meter la llave en la puerta y precipitarme abrazado a ti, sin encender la luz, en la cama vagamente aclarada por las agujas fosforescentes del despertador eléctrico, incómodo por el exceso de ropa y por los sollozos de ternura, reaprendiendo el Braille de la pasión. La mujer gorda apoyó en su brazo las uñas larguísimas rojo oscuro: su puño, idéntico al de un lagarto reseco, se adornaba con una pulsera de falsa filigrana, con una enorme medalla de Nuestra Señora de Fátima tintineando contra una higa de marfil, y el psiquiatra se sintió dispuesto a ser devorado por un reptil terciario en cuyas mandíbulas la sangre del pintalabios revelaba claramente monstruosas intenciones asesinas. Los ojos del dinosaurio lo miraban con la intensidad postiza del rimel, bajo las cejas depiladas hasta el espesor de una curva de tiralíneas, y el pecho subía y bajaba con una cadencia de branquias, transmitiendo a sus múltiples collares el balanceo de riñones de los botes anclados. Los dedos treparon arácnidamente por la manga del médico pellizcándole suaves el pulgar, mientras el muslo absorbía completamente el suyo y un tacón aguzado le oprimía el pie, arrancándole el talón con una caricia malévola. El jorobado, instalado a la izquierda, chupaba ruidosamente pastillas para la garganta diseminando en el aire un aroma de inhalaciones de asmático: si cerrase con fuerza los párpados por un segundo, podría imaginarme sin esfuerzo en la habitación de Marcel Proust, escondido tras la pila de cuadernos manuscritos de la Recherche du temps perdu: «C'est trop béte», así solía él definir lo que escribía, «je peux pas continuer, c'est trop béte». Querido tío Proust: el papel de pared, la chimenea, la cama de hierro, tu difícil y valerosa muerte: pero me encontraba en realidad instalado frente a una mesa de juego del Casino, y la soledad me roía por dentro como un ácido doloroso: la idea de la casa vacía me asustaba, la solución de volver a dormir en el balcón me hacía gemir de lumbagos anticipados. Con el alma presa del pánico lancé la última ficha para el Pasa: si gano me voy derecho al Monte, me meto entre las sábanas y me masturbo pensando en ti hasta que llegue el sueño (receta de éxito relativo); si pierdo, invito a esta boa vieja a una orgía modesta de acuerdo con su chaqueta de plástico y mis vaqueros raídos, y a la medida de un final de mes penoso: ignoraba sinceramente cuál de estas dos catástrofes elegir, dividido con horror idéntico entre el aislamiento y el ofidio. Una española suntuosa lo rozó con su nalga magnífica, almohada bordada para cabezas más felices: el período de las vacas flacas sería sin duda su destino perpetuo y se conformaba a él sin rechistar con una resignación bovina: un banco de jardín esperaba en alguna parte con paciencia su vejez melancólicamente desocupada, y bien podía ser que los miércoles su hermano menor le diese de cenar en su casa, acompañando la carne asada con consejos y reprensiones. —Madre siempre decía que nunca sentarías cabeza. Y probablemente no solo nunca sentaría cabeza sino que (más grave aún) no alcanzaría la especie de felicidad que la ausencia de ese extraño atributo trae consigo, lastre sin el cual se vuela por los agradables pináculos de una locura divertida, sin pesares, sin preocupaciones, sin planes, conforme a una adolescencia asumida como estado de alma, como vocación o como sino. —Madre siempre lo decía. Madre siempre lo decía todo. Y me parecía que el inspector adquiría poco a poco el ademán profético de ella, los párpados afligidos, la frente arrugada, el cigarrillo encendido dibujando desde el extremo del brazo elipses de abandono: -¿Qué se puede esperar de este muchacho? Nada, afirmó en voz alta con una especie de rabia que sobresaltó al cheposo, en el preciso instante en que el crupier dejaba el vaso, alzaba el mentón, miraba a su alrededor, se apretaba el lazo del cuello e informaba —Falta dictando sin que lo supiese una sentencia definitiva. —¿TÚ ESTÁS REALMENTE SEGURO DE QUE ES MÉDICO? —le preguntó el ofidio mirándole con desconfianza los vaqueros raídos, la camiseta gastada, el desorden descuidado de los cabellos. Estaban ambos en el pequeño automóvil del psiquiatra («No sé si voy a entrar en este chisme»), junto al impresionante autobús de turistas que recibía de vuelta su carga de norteamericanas viejas con vestidos de noche, con gafas suspendidas del cuello con cadenas de plata como los chupetes de los bebés, acompañadas de individuos rubicundos parecidos al Hemingway de los retratos finales. —No suelo desconfiar de las personas, pero nunca se sabe —añadió examinando policialmente el carnet profesional que el otro le extendía—, y ya llevo una larga lista de desengaños. Una se fía, se fía y de repente, zas: trae para acá el bolso, bonita, y una se queda compuesta y sin novio. Perdona, no tiene nada que ver contigo, siempre pagan justos por pecadores, como dicen los curas, y nunca está de más prevenir. Tengo un primo por parte de mi padre, en Sao José, en el Servicio Uno, Carregosa, ¿lo conoces? ¿Bajo, fuerte, calvo, un poco tartamudo, loco por el Atlético? ¿Que usa el escudo por encima de la bata, jugó en los Junior, su mujer se quedó medio mema, solo dice partaunrayo partaunrayo? Perdona que sea tan desconfiada, pero Mendes siempre me decía: Dóri (me llamo Dóri), ten cuidado con los extraños que más vale prevenir que curar, hasta se lo he oído decir a una señora a la que le quitaron los pechos en el instituto del cáncer, siempre con sus labores de punto, ahora siempre con sus bolsas de suero, está casi tan mal como Mendes, pobre, que después de la revolución tuvo que emigrar a Brasil, qué remedio, me dejó una carta amorosa asegurándome que me llevaría con él, que nunca había querido a nadie como me amaba a mí, era solo una cuestión de meses hasta ordenar su vida y listo, mulatas ni verlas que huelen mal. Unos meses después cojo el Boeing a Río de Janeiro, él es doctor en finanzas y económicas, no se va a quedar sin conseguir empleo, que nunca he visto inteligencia como la de Mendes, trabaja como un perro el desgraciado a pesar de padecer de los pulmones y además no es solo eso, es la delicadeza, los modales, la forma de tratar a una mujer, adivina lo que una quiere, nunca me ha pegado, casi todas las semanas eran flores, eran joyas, eran cenas en el Comodoro, eran cines. Yo le decía, claro, querido, no es necesario tanto lujo, pero Mendes sabía que a mí me encantaba, no hacía caso, era un santo de altar, estoy viéndolo con sus patillas muy bien cuidadas (le regalé una filipcheiv para Navidad), la camisa rosa y negra impecable, la laca de las uñas siempre brillando. Pausa. —¿Por qué no te pones una corbata de seda natural, una chaqueta piedepul, fijador bilcrim en la cabeza? Nunca he visto un médico tan poco arreglado, así vestido como un mecánico, los médicos deben cuidar la apariencia, ¿no?, ¿quién querrá tratarse con un psiquiatra desgreñado como un pope? Yo cuando voy a la Seguridad Social exijo respeto, seriedad, se nota enseguida en la cara de las personas si son profesionales o no, ¿no crees?, los especialistas como es debido usan chaleco, tienen bemeuves plateados, casas con lámparas de araña, grifos dorados que son peces echando agua, una entra en un sitio así y se nota el dinero, dime, ¿qué se hace hoy en la vida sin dinero?, yo sin dinero me siento morir, es mi gasolina, ¿entiendes?, me sacan mi bolso de cocodrilo y me vuelvo loca, estoy habituada a los lujos, ¿qué quieres?, tal vez no lo creas, pero mi padre era profesor de veterinarios en Lamego. Sacó un Camel de contrabando de una horrorosa cigarrera de cartón imitación de yacaré, lo encendió con un encendedor de baquelita que quería ser carey. El psiquiatra reparó en que sus zapatos, con tacones increíblemente altos, necesitaban medias suelas, y que unas grandes líneas sin betún estriaban el cuero del empeine: saldos de la praça do Chile, diagnosticó. Las raíces de los mechones rubios nacían grises en el lugar de la raya, y el polvo de arroz intentaba sin éxito disimular las múltiples arrugas profundas alrededor de los ojos y a lo largo de las mejillas fofas, pendientes del mentón en flácidas cortinas de carne. Debía de llevar las fotografías de los nietos (Andreia Milena, Paulo Alexandre, Sónia Filipa) en el monedero. —La semana que viene cumplo treinta y cinco años —informó ella con descaro.— Si me prometes ponerte un esmoquin y llevarme a cenar a un restaurante decente lo más lejos posible de los Caracóis da Esperança, te invito: desde que Mendes se fue, tengo un vacío en el corazón. Y palpándome el hombro: —Soy una persona muy afectuosa, vaya, yo no sé vivir sin amor. Tú no debes ganar mal, ¿no?, los médicos la despellejan a una, si te arreglases, te peinases, te comprases un trajecito en la avenida de Roma tal vez estarías más guapetón, aunque eso para mí, el dinero, el aspecto, no tenga ninguna importancia, son los sentimientos lo que me interesa, la belleza del alma, ¿no? Un hombre que me trate bien, me lleve a pasear a Sintra los domingos y basta para que yo me sienta feliz como un canario. Soy muy alegre, ¿sabes?, muy sosegada, muy casera. Yo pertenezco, querido, al género amor y una cabaña, mi baño de espuma, mi depilación de las piernas, cuenta abierta en la cafetería, no exijo nada más. ¿Tienes ahí doscientos escudos que me prestes para el taxi a Lisboa?, que a mí los trenes, qué agobio, seguro que tienes doscientos escudos, debes de ganar bien, eres un caballero, no aguanto a los tipos ordinarios que no son caballeros, vaya groseros, siempre con joder en la boca me cago en la hostia. Disculpa que te hable así, pero es que yo soy sincera, no me corto un pelo, sé lo que digo, por las buenas todo, por las malas nada, y además me caes bien, puedo darte muchos placeres si me quieres, me comprendes, me pagas el alquiler de la casa, yo lo que quiero es dedicarme, tener a alguien que me lleve al cine y al café, me pague el alquiler de la casa, me trate como es debido, le guste mi basset, me acepte. Quizá podríamos ser felices los dos, tú y yo, ¿no crees?, ¿me darás los doscientos escudos? ¿Tienes miedo de que esto sea puro blablablá? Ay, querido, las pasiones son a primera vista, no hay nada que hacer, me has caído simpático, deja que me ponga las gafas para observarte mejor, para amarte aún más. Sacó primero un estuche, volvió a meterlo al fondo del bolso («Uf, estas son las de ver de lejos») y extrajo de una confusión de pañuelos de papel, de billetes de tranvía y de documentos arrugados, un par de gafas gruesas como un caleidoscopio tras las cuales sus pupilas desaparecieron, disueltas en el espesor del cristal: el psiquiatra se sintió examinado por un microscopio de mala calidad. —Ay, querido, pero si tú eres muy joven —exclamaron las dioptrías asombradas,— tienes más o menos mi edad, treinta y tres, treinta y cuatro a lo sumo, ¿no? Apostaría doscientos cincuenta gramos de percebes a que tienes treinta y cuatro, yo en esto de los años nunca me equivoco, si me pasase lo mismo con las quinielas ya habría abierto una boutique en Arreiro hace la tira de siglos, Mendes me juró por los huesos de su hermano que está bajo tierra que me pondría una en la Penha de França y luego tuvieron que venir los comunistas a robarnos a todos, a estropearlo todo, el proyecto quedó en agua de borrajas, pero si piensas que he renunciado estás más equivocado que un marido, que a mí, Dóri, cuando algo se me mete en la cabeza, en el amor y en los negocios soy un perro guardián, no lo dejo escapar, tengo los clientes afilados. Oye, a propósito, ¿cuánto tienes en el banco?, más de cien mil escudos, ¿no?, anda, confiésaselo a tu Dóri, si quieres podríamos abrir una peluquería de categoría, Salón Dóri quedaría finísimo, ¿no crees?, con letras luminosas fuera, decencia, clientela rica, empleadas elegidas a dedo, música ambiente, sillas de terciopelo, una cosa como en el cine, yo me quedaría en la caja que mi fuerte es el comercio, estuve diez años en la quincallería de Mendes y nunca hubo pérdidas en la Havaneza de Arroios, cerró porque tenía que cerrar, los negocios decaen, ¿sabes?, es como la herramienta de los hombres, la tuya ya debe de estar muy gastadita, pillín, pero eso Dóri lo arregla, lo importante es saber tocar la guitarra de una cuerda sola, y además los proveedores de Havaneza metían la mano en el saco a lo bestia y me tocó encontrarme con Leal, uno que cantaba en la radio, seguro que lo conoces, estuvo a punto de ir a la televisión, me dedicó unas canciones bonitas, tipo romántico, hasta lloré, ya ves, una estampa de mozo bien plantado, mejorando lo presente, llegaron a invitarlo para una fotonovela de Crónica, la historia de un ingeniero hijo de una condesa que quiere a la criada de su madre que al final es la nieta de un marqués y no lo sabía, el marqués vivía en Campo de Ourique en una silla de ruedas, yo bien que le insistí Oye, Leal, tú acepta, acepta la oferta que andas de capa caída y tienes pinta de ingeniero, pero el muchacho tenía mucho orgullo y se jodio por eso, si por lo menos fuese una película, me respondía, si por lo menos fuese una película me lo pensaría siempre que me dejasen dormir la siesta, una película hindú, tenía la manía de las películas hindúes, se parecía a Arturo de Córdoba y a Tony de Matos, la misma voz, los mismos rizos bien peinados, la cintura muy delgadita, hacía pesas y barras los martes y jueves en el Ateneo, en Caxias y en la playa las chicas se volvían locas, Mendes lo entendió todo, me perdonó, él conocía mi temperamento y me perdonaba, Leal se casó con la dueña de una joyería de Amadora, una zorra de cuidado que ni tetas tenía, viuda de un marinero que se sacó una mierda de pasta con el contrabando de las radios, tal vez andaba con el cono de su mujer de puerta en puerta, yo estuve tomando pastillas para dormir todo un mes, solo suspiraba, hasta perdí el gusto por el folletín, Mendes me preparaba tila, pobrecito, me aconsejaba con buenos modales, Dóri, si el médico del corazón me deja iré a hacer gimnasia al Ateneo, sufría de anginas de pecho, pobre, subir las escaleras era un calvario, se ponía enseguida a jadear, yo qué sé cuántas veces tenía que ayudarlo a subir, Dóri, tranquila, que aquí tienes a tu Riquiño, Mendes se llamaba Ricardo, Ricardo da Conceiçáo Mendes, pero yo lo llamaba Riquiño porque a él le gustaba, adelgacé cinco kilos por la desdicha, ah, coño, que si pillo a esa cerda la abro en canal, asquerosa de mierda, calientapollas, reventó este octubre por un bendito aneurisma, pagué una misa de acción de gracias en Beato, me vengué de la sinvergüenza con tacones para toda la vida, el cura con sus latines en el altar y yo diciendo de rodillas No tienes idea de por quién estás rezando, bonito, viva el Benfica que ya palmó la que me dio por el culo. El médico alcanzó la Marginal y volvió hacia monte Estoril: había una boîte en la falda de la colina donde no corría grandes riesgos de tropezar con personas que lo conociesen: le avergonzaba que lo viesen en compañía de aquella mujer demasiado ruidosa, que por lo menos lo doblaba en edad, luchando contra la decrepitud y la miseria a través de un montaje absurdo al mismo tiempo ridículo y conmovedor, que le hizo sentir vergüenza de su vergüenza: en el fondo no eran diferentes el uno del otro, y en cierto sentido sus frenéticos combates se parecían: huían ambos de la misma soledad imposible de aguantar, y ambos, por falta de medios y de valor, se abandonaban sin un ademán de lucha a la angustia del amanecer como mochuelos aterrados. El médico se acordó de una frase de Scott Fitzgerald, tripulante afligido del barco en el que seguían, desembarcado en un viaje anterior, con el corazón exhausto alimentado por el oxígeno amargo del alcohol: en la noche más oscura del alma son siempre las tres de la mañana. Extendió la mano y acarició la nuca del dinosaurio con una ternura sincera: salve, mi vieja, atravesemos juntos estas tinieblas, declaraba su pulgar subiendo y bajando a lo largo de su cuello, atravesemos juntos estas tinieblas que solo hay salida por el fondo según nos ha informado Pavia antes de abrazar su tren, solo hay salida por el fondo y tal vez apoyándonos mutuamente lleguemos allí, ciegos de Brueghel tanteando, tú y yo, por este pasillo lleno de los miedos de la infancia y de los lobos que pueblan el insomnio de amenazas. —Ja, ja —exclamó Dóri con una sonrisa de triunfo—, lanzado, el muchacho, ¿eh? Y me apretó los testículos con las falanges en cascanueces hasta hacerme gritar de dolor. La boîte debía de estar al final de su viaje de esa noche: los únicos habitantes además del camarero tuerto que nos sirvió una ginebra y un plato de plástico con palomitas con malos modales evidentes, y de la chica de los discos que leía el Tío Güito en su jaula sonora, figura de caja de música encorvada sobre sí misma como un feto, eran dos hombres somnolientos apoyados en la barra, con sus narices equinas sumergidas en cestos de aguardiente, y que miraron a la mujer terciaria, que meneaba ante mí sus caderas gigantescas, con la atención distraída que se otorga a una ruina sin interés. Las luces del techo, parpadeando blandamente al compás de un tango, aclaraban el escenario pretencioso de mi ejecución: sillas de hierro de terraza de café, un televisor apagado en un estante alto, cáscaras y huellas circulares de vasos en el tablero de las mesas: murió en la miseria, explicaban los libros de lectura acerca de los poetas difuntos, barbudos esqueléticos suspendidos en actitudes pensativas, meditando probablemente en qué empeñarse después, o fabricando en su cabeza alejandrinos preciosos. Dóri, que regresaba con la madrugada próxima a una juventud de criada dorada por las sólidas promesas matrimoniales de un primo soldado, pedía un sandwich de chorizo con manteca, del que ofreció al médico, en un rapto de súbita delicadeza, el mordisco inaugural: masticaba con la boca abierta como las hormigoneras, y bailaron intercambiando tiernamente trozos de corteza («Patata para el niño, que está flaquito»), a la manera de náufragos repartiendo, fraternales, la ración de la balsa. El tuerto avisó con un codazo a los equinos del aguardiente y se quedaron los tres observándolos con una estupefacción inmóvil, fascinados por el abracadabrante cuadro de un adolescente envejecido en brazos de una ballena paleolítica con una gran melena leonina rizada. Mierda, pensó el médico aterrado, inhalando el perfume semejante a gas de guerra del catorce que se desprendía en volutas letales de la nuca de la mujer, ¿qué haría yo si estuviese en mi lugar? SON LAS CINCO DE LA MAÑANA y juro que no te echo de menos. Dóri está allí dentro durmiendo boca arriba, con los brazos abiertos crucificados en la sábana, y la dentadura postiza, despegada del cielo de la boca, avanza y retrocede al ritmo de la respiración con un ruido húmedo de ventosa. Bebimos ambos el aguardiente de la cocina de la jarra de hojalata, sentados desnudos en la cama que el gas de guerra volvió inhabitable carbonizando hasta las hojas estampadas de las sábanas, escuché sus largas confidencias, le enjugué el llanto confuso que me tatuó el codo con un arbusto de rímel, estiré la manta hasta su cuello a la manera de un sudario piadoso sobre un cuerpo deshecho, y fui al balcón a arrancar las cagarrutas endurecidas de los pájaros. Hace frío, las casas y los árboles nacen lentamente de la oscuridad, el mar es un mantel cada vez más claro y perceptible, pero no pienso en ti. Palabra de honor que no pienso en ti. Me siento bien, alegre, libre, contento, oigo el último tren allá abajo, adivino a las gaviotas que se despiertan, respiro la paz de la ciudad a lo lejos, me desdoblo en una sonrisa feliz y me apetece cantar. Si yo tuviese teléfono y me telefoneases ahora deberías apoyar cuidadosamente el auricular en tu oreja con una expectativa de caracola: a través de la espiral de baquelita, llegado desde kilómetros de distancia, desde este balcón de hormigón suspendido sobre el final de la noche, tendrías, junto con el eco de mi silencio, el victorioso eco de mi silencio, el piano mortecino de las olas. Mañana recomenzaré la vida por el principio, seré el adulto serio y responsable que mi madre desea y mi familia aguarda, llegaré a tiempo a la enfermería, puntual y grave, me peinaré para tranquilizar a los pacientes, puliré mi vocabulario de obscenidades puntiagudas Tal vez incluso, mi amor, me compre un tapiz con tigres como el del señor Ferreira puede parecerte idiota, pero necesito algo que me ayude a existir. FIN

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